jueves, 20 de marzo de 2014

El mejor sitio para vivir (novela en proyecto)

Le quedaban apenas doce horas para hablar ante la nación. Su entrevista en la televisión pública, cuya oportunidad deseaba poder tener,  antes de que la inminente aparición de su libro le obligara a saltar de cadena en cadena, explicando una cuestión para él tan simple como es el hecho de querer vivir mejor en el planeta que habitamos sin destruirlo en el proceso, mantenía sus nervios en tensión. La visión futurista de nuestro mundo, que imprimiera en sus anteriores Best Sellers, seguramente jugaría en su contra cuando intentara explicar la formula de vida de una pequeña comunidad, perdida en los confines de la Amazonía, que había hecho cambiar su distorsionada percepción de la convivencia global en un mundo marcado por los mercados bursátiles y el poder político entre los diferentes países.
Repasando resúmenes, intentando retener conceptos y visionando unas fotografías que le transportaban irremediablemente al lugar donde fuese y, con total seguridad, sería jamás tan feliz, se obligaba a mantener su nerviosismo encerrado bajo control. Hombre de palabras escritas se ponía visiblemente nervioso cuando esas mismas palabras se exponían de forma pública al tener que explicar una historia que, a su modo de entender, se explicaba suficientemente por sí sola. -Los libros se escriben para que las personas que los leen entiendan e interpreten lo expuesto en ellos según su criterio y no para que nadie les explique lo que quisieron comunicar.- Había sentenciado en su última entrevista hacía ya ocho años.
Obligado a encontrar refugio lejos de tanta obstinación y tanta dependencia de su imagen pública para vender sus libros, había preparado un pequeño viaje de dos semanas a la jungla amazónica venezolana. Las advertencias de bloqueo de escritor que viniera notando en sus dos últimas entregas, con cinco años de diferencias entre ambas, le empujaron a aceptar la invitación de su viejo amigo Pierre Blaumont, quien le había recomendado salir de la urbe y adentrarse quince días en un mundo totalmente natural, nada que ver con las grandes ciudades inventadas artificialmente por el ser humano para olvidar lo que el planeta le ofreciera durante tantos miles de años.
Siendo consciente que su carácter urbanita sería un problema añadido y su extremada visión, que en alguna ocasión se podría valorar de pura Ciencia Ficción, de lo que él quería aceptar como una forma de vida en el futuro, se enfrentaba más que aun viaje de descanso a una prueba de desafío, al posible encuentro de una inspiración perdida desde hacía más tiempo del que recordaba. Sus primeras novelas casi se escribieron solas, las ideas se agolpaban una sobre la otra en su cabeza intentando salir sin esfuerzo aparente, convirtiéndolo en el mejor escritor de éxitos antes de cumplir los veintiún años. Veinte llevaba ya en el negocio cuando decidió hacer sus maletas y volar tres mil kilómetros hasta un país sólo admirado por los relatos que había leído y releído de pequeño. En sus diez primeros años como escritor, nueve obras habían tomado forma casi una detrás de la otra y sólo en los últimos diez apenas dos habían visto la luz. Aunque exitosas todas ellas, la desaceleración obvia estaba ahí y era un problema que habría que solucionar tarde o temprano. Nunca se planteó quedarse más de quince días en un país extraño, aunque la realidad superó todos los límites de sus expectativas.
En el canal 9 se publicitaba su entrevista del día siguiente, la periodista Belen Dirard, hablaba de la vuelta a la vida literaria del escritor de éxitos como: “Un día del mañana”, “vida sin aire fresco” o la premiada y reeditada “Marte dentro de sesenta años”, Michel Lolodel. –Mañana a las 12:00 horas en el programa “Magazine vivo”, Lolodel nos contará sus experiencias y vivencias de ocho años con un pueblo indígena venezolano llamado, por los blancos que los descubrieron en el siglo pasado, -Braines-, por dedicar la mayoría del tiempo que les sobra después de proveerse de comida, agua y de sus distintos quehaceres diarios a la encomiable labor de pensar.
Era lo que más odiaba de su profesión. Las estúpidas entrevistas de promoción de los libros, que finalmente lo que conseguían era que una inmensa cantidad de personas que, desgraciadamente, nunca los leerían los comprasen por el simple hecho de tenerlo en sus estanterías. No entendía que se escribieran libros tan malos que se vendían tan bien gracias a las promociones. Se faltaba el respeto al escritor y al lector de igual manera. Los únicos beneficiados eran las grandes editoriales que contaban sus éxitos por millones de ventas en lugar de por cientos de títulos.
En esta ocasión sabía que el mal era necesario, que esta vez la historia necesitaba una pequeña explicación inicial para dirigir al lector hacia una cuesta abajo de nuestro estilo de vida, de nuestro futuro como seres humanos, de poder comprender que hay mejores formas de vivir el tiempo que se nos permite vivir y, en definitiva, de respetar un entorno que necesita muchos cuidados como todo en este mundo.
Si bien deseaba compartir con todos los que pudieran verle a través de la televisión esta nueva visión, pero vieja para aquella comunidad, más necesitaba contársela a las personas con las que compartía su vida antes de marcharse a la selva. Echaba de menos las tertulias de fin de semana en su casa de Saint Crust con su grupo de amigos que había ido encontrando y sumando en los últimos veintiocho años. Y por eso los había invitado esa noche a compartir con él el relato original antes de que el libro viera la luz por fin, como hiciera con sus once relatos anteriores. Las peticiones de todos ellos por teléfono, fax, y e-mails de los últimos días, le obligaban, de forma que estaba encantado, a proseguir con aquella maravillosa tradición de ser los primeros afortunados en escuchar, de la propia fuente, la historia más extraordinaria que oirían nunca.
Los preparativos estaban hechos desde hacía varias horas y ya sólo quedaba terminar de repasar sus notas y esperar a que todos llegasen a su piso del centro de Paris. Las doce de la noche se había convertido en los últimos ocho años en la mejor hora del día. Hora de reuniones para hablar de todo lo transcurrido en la jornada que terminaba. De los animales encontrados y de los que no. De los frutos maduros y de las distancias recorridas hasta ellos. Hora de novedades que les servirían a todos los del pueblo para comenzar un nuevo día. Información necesaria a lo sumo. Nada parecido a lo que en la televisión pasaban una y otra vez como un bucle, (la decimoprimera emisión del reality somos así porque queremos) que finalmente no importaba a nadie. Buena hora para comenzar una cena con sus viejos amigos.

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