jueves, 29 de mayo de 2014

Nuestro último paseo (relato corto)

El paseo de hoy no estaba previsto, y aunque desee poder hacerlo, estoy muy nervioso. Jennifer es una chica estupenda, muy trabajadora. Sabe hacer que las cosas parezcan sencillas, aunque ayer no fue un buen día. Por eso hemos decidido volver a pasear hoy.

Mientras lo hacemos, me fijo en sus habidos y ágiles movimientos. Sabe lo que se hace, y es muy observadora también. Ayer no se le escapó la estrella fugaz, o simple y minúsculo meteorito que, tras un viaje indeterminado en el tiempo desde las entrañas del espacio, surcó la atmósfera para regalarnos su breve instante de gloria. Fue precioso.

El traje que lleva no realza su figura, no le hace ninguna justicia. Es una pena. Creo que me empieza a gustar. La conozco hace un mes tan sólo, pero ha sido tiempo suficiente para comprender que es lo que le gusta tanto para poder estar, aquí, conmigo. Juntos, mano con mano, hablando de todo. Incluso de nuestro futuro.

Es muy inteligente, tiene las ideas muy claras. Ya desde bien pequeña sabía lo que le gustaría ser de mayor, y a mi me ha ganado. Le gusta pasear de noche y mirar las luces de su ciudad sin que el sol distraiga su enigmática y tranquilizadora visión. Es muy romántica, Se puede pasar horas observándolas en total silencio. En el silencio que tan bien recrea nuestro complacido entorno.

Es de pocas palabras, pero muy contundente. Sabe lo que quiere, y aunque esté aquí sólo de paso, creo que la podría seguir allá donde fuera. Sabe hablar muy bien y es muy concreta. Con pocas palabras sabe dejarte claro lo que necesita y lo que quiere en cada momento. Me gusta su forma de sentarse relajadamente a observar las estrellas, ese espacio vacío que tanto la abstrae y al que ella nunca llama cielo. Sus ojos verdes se llenan de ese espacio con mucha frecuencia. Dice que nunca ha visto el cielo azul, que para ella es otra cosa, y yo la comprendo cuando me habla de los sueños, de cuando era una niña, ansiando la noche para poder adentrarse en esa negrura que parece poseerla.

Sigo estando nervioso, no sé que pasará durante nuestro paseo de hoy. Está muy seria. Aunque es una de las Comandantes más profesionales y efectivas que he conocido nunca, hoy el temblor de su labio superior deja clara su ingente preocupación en este improvisado paseo.

La pieza que ayer escapo de entre sus manos, mientras cambiaba el panel nº 124/CF del nuevo telescopio, volverá a pasar dentro de trece minutos, y debemos cazarla antes de que se produzca un accidente. Si los cálculos son exactos, los ha realizado ella, aquí, entre los dos, intentaremos placarla después de dar una vuelta completa a la tierra. Aquí, en nuestro duodécimo paseo espacial desde que la conocí hace apenas un mes, y donde espero decirla cuanto la quiero antes de marchar a casa. A nuestra inmensa casa, que hoy está tan impresionante y preciosa como Jennifer.

miércoles, 28 de mayo de 2014

En el cielo no hay atajos (poema)

Voy de camino hacia el Sur
Y el viaje es tan largo
Tan incierto para mí
En el cielo no hay atajos

Mis miedos vuelan tan altos
Que envenenan mis pulmones
Ahora sueño con mis olvidadas plumas
Revolteando el lejano norte

Tengo delante una montaña
Un macizo que salvar
La enésima muralla
De camino hacia el mar

Y hay ojos que acechan
Que hieren sin tocarte
Trazando círculos eternos
Sólo puedo seguir adelante

El grupo nos protege
Mientras, esperamos al viento
Los motivos que nos mueven
estimulan el progreso

Voy de camino hacia el Sur
Y el viaje es tan extenso
Aunque sé que al llegar allí
Sólo pensaré en el regreso

Recuerdos que enseñan (relato corto)

Como explicarle a alguien que no ha vivido en un barrio, qué se siente, cómo se vive su indomable espíritu, cuales son sus virtudes o sus preciosas y simples historias. Siento que explicarlo nunca será tan intenso como vivir su convulsiva y ritual armonía. Veinte años dedicados a pulular por sus comunitarios inmuebles, sus espacios olvidados donde se refugia el antaño bosque, las zonas donde se esparcen las extensas charlas, ermitaña crítica, de sus moradores, han dado sentido a mi forma de ver la vida fuera de sus fronteras.

Todavía, en el confort de mi dormitorio tipo suite y domotizado, busco las historias que atravesaban las delgadas paredes de mi insignificante cuarto, en el inquietante contexto de aquel bloque de ladrillo purpúreo. Con mis brazos extendidos intento palpar aquella mesita de noche, cámara acorazada de mis valiosas posesiones. O sentir el olor de las esquinas humeantes donde escurridizas aves nocturnas intentaban aplacar los inviernos. El rumor insaciable de riñas familiares,  las amargas serenatas buscando el perdón de amores perdidos.

Y sus límites: como explicar la desapacible sensación de atravesar una ficticia línea que te dejaba expuesto a expensas de la idiosincrasia del barrio vecino. Como eludir ese etéreo campo de fuerza que notabas en las entrañas.

Sus intensos e interminables días, las insomnitas noches evaluando lo vivido y lo que restaba por vivir, como una descomunal hambruna insaciable. Creador de leyendas vivas, como Robines o Barbas negras atormentando o anhelando sus mismos criterios. Sus paseos de llantos por prematuras muertes o sus languidecidas despedidas a sus decanos más sabios.

El calor de los veranos prometiendo días felices y eternos a los ojos de precoces adolescentes hostigados por la fuerza de su guía, su impertérrito rumbo.

Nada tuve jamás tan claro como el sentido fugaz de los olores que emanaban de los quehaceres de sus habitantes, entremezclándose aromas de caldos, barbacoas y bares un sábado cualquiera. Uno de aquellos sábados en los que estábamos exentos de pelear por una educación, una formación que nos permitiera mejorar fuera del barrio, aun echándolo tanto de menos como ahora.

En definitiva, un barrio es tan grande o tan pequeño como la edad en que nos sorprenda, los amigos que te esquiven o las adversidades que te persigan.



Por eso, en la majestad de esta aula de esta magna universidad, en la sobriedad de esta grada llena de jóvenes talentos, les propongo: que cuando empuñen un lápiz, una pluma, un pincel, dejen bajar todos esos sentimientos vividos, por sus brazos, hasta la mano y los dedos. Y que en cada proyecto que emprendan no desoigan recuerdos tan sinceros como los que me produjeron vivir en un barrio.



Hasta la próxima clase. 
Buenos días.

martes, 27 de mayo de 2014

Esas manos (reflexión)

Todavía recuerdo el calor eterno de sus fuertes manos, acariciando placidamente en el momento justo, en el momento y lugar preciso donde calmar ansias, enojos o algún malestar propio de la complicada edad infantil.

Fuertes y suaves a la vez. Con olor a hogar, a vida, a amor. Surcadas por miles de vivencias, miles de experiencias amargas, y de cientos de miles de buenas razones para seguir adelante, para impulsar o frenar agarrotados sentimientos. 

Ásperas para el duro trabajo de sacar adelante una familia, pero también de sedoso magnetismo impregnando con ellas un rostro, un hombro, otra mano. Con voluntad propia y armonía, dibujando con sus dedos notas musicales de colores que alegran tu día, tu vida.

Dolientemente ignoradas, sufridas, de cruenta dobles por sus muchos años de severo esfuerzo. Escondidas y mostradas con rigor, con el carácter humilde del bagaje y la sabiduría asumida. Marchitas al ojo ajeno, pero relucientes y arrebatadoras como una bella pintura al ojo sabio de la amistad y al acunado linaje de la familia.

Panteón silencioso, envoltorio de descansos. Trémulas al sentimiento y firmes al desafío. Atentas con la dulzura y defensoras ante los miedos. Trayendo rumor de mar y llevando briznas de mundos. Amantes educadoras y gráciles aprendices, entre polvorientas harinas y suaves lanas. 

Seductoras, formando ideas y tejiendo rumbos. Amigable fuente de sarcasmos y lágrimas. Llenas de lágrimas y risas. Tierno y placido cauce de esperanzas arrastradas. Mortero donde tañer virtudes y alejados senderos. Refugio del proscrito ladrón de dulces, atajadora de riñas y, como no, ejecutora de castigos.

Esas son las manos que hecho tanto de menos, esos libros abiertos donde aprender, cobijar o impulsarte para echar a volar. Esas que saludaron vidas y cerraron ojos, que sangraban siempre por razones ungidas por las apariencias. 

Esas manos que llevaron siempre la voz cantante, la luz y la compañía a tu corazón. Desnudas siempre al rigor del tiempo y del quehacer. Oponiéndose a la calma de los años. Peleando por un día más de poder servir, ayudar, o cumplir.

Ausentes de orgullo y frivolidad. De agua y jabón para volver a la tierra, al trabajo tan eternamente buscado. Inquietas dentro de los bolsillos, ansiosas del tacto amable y del apacible adiós a los que se han ido

Todas esas cosas eran para mí las manos de mi madre. Con ellas me enseñó a vivir y me mostró el mundo.

lunes, 26 de mayo de 2014

Mi primera revelación (relato corto)

“Ayer tuve una revelación”. Comenzó, como empiezan estas cosas, sutilmente. Abriéndose paso sin alardes, sin desmanes ni malabares. No soy de los que creen en esas cuestiones, pero cuando algo se te planta delante sin dejarte que puedas esquivarlo, es imposible negarlo. Toda mi vida me he definido como agnóstico.  No creyente en medias verdades que sólo quedan pendientes a la valoración de tu capacidad de fe.

Dicho esto, las señales que empezaron de buena mañana, no las pude eludir. Eran tan reales, como las manos temblorosas que tengo ante mí. Era imposible no fijarse en como aquel rayo de sol se abrió paso por entre las plomizas nubes que despedían la noche, anunciando un frío día. Esquivando las hojas y ramas del viejo cedro hasta atravesar los círculos ociosos y vacíos de la  cortina de la cocina, hasta iluminar, única y exclusivamente, mi taza de café matutina, evitando el sándwich de choped, el depósito dosificador del azúcar, las magdalenas o las gafas de sol, tan innecesarias ayer. Parecía un foco que buscase al protagonista de la escena, de esa escena en la que yo era su único espectador.

Karla no se percató de lo que yo estaba asumiendo, aquello que entendí que intentaba decirme algo. Esa fue la primera señal.

Aquel rayo de sol parecía perseguirme mientras llevaba a la guardería a los niños. Tras despedirme de Karla, sin comentarle nada más que la confirmada hora en que nos veríamos por la tarde, recorrí los ocho kilómetros que nos separaban del cole, observando como aquel extraño rayo de luz se posaba sobre la falda de Carlota, jugueteando entre sus zapatitos y su mochila “Hello Kitty “.

La segunda señal la reconocí al instante. Cómo no darme cuenta de ello. Cómo puedes dispensar el enorme beso de despedida de tus hijos al dejarlos al pie de la entrada de la escuela infantil. Ese beso estampado, moviendo la cabeza de lado a lado para imprimir un énfasis que sólo los niños pueden provocar, acompañado de un espontáneo abrazo interminable. Cómo para no darse cuenta de ello un lunes por la mañana. Dejándome, irremediablemente, absorto mientras se dirigían a la entrada principal, mientras eran perseguidos por aquella extraña irradiación que parecía ya parte de nuestras vidas.

Y lo seguía observando, en el ya vacío asiento del copiloto, mientras me dirigía al trabajo. Al llegar allí, se me mostró la tercera señal. Esta vez inmensa, tanto, como el espacio de mi aparcamiento reservado en el parking de la empresa donde trabajo. El mismo parking que, irremediable y  descaradamente, siempre estaba ocupado por el coche de Sergio, mi jefe directo. Ahora, el único que estaba iluminado y sólo para mí. Un lunes.

El día fue duro, casi tanto como la noche anterior para acabar el proyecto que tranquilizara a nuestro director después de meter la pata con los suizos. Agobiante, angustioso. Lo único que evitaba caerme rendido sobre mi escritorio, era pensar que al día siguiente comenzaban las vacaciones. Ese treinta y uno de julio tan especial, doblemente hoy.

Así de agotado acometí las ocho horas de trabajo, hasta las cinco de la tarde. Cuando por fin, la sonrisa regresó a mi rostro al mirar de reojo el personalizado reloj de mi despacho. Aquel reloj en forma de botella, obligado regalo de la empresa.  Aquella refrescante imagen, que me obligó a pensar en el comienzo de nuestro viaje hasta la costa. Ese inexorable logo donde volvió a aparecer la extraña luz que me perseguía desde que asomó la claridad del día.

A la cinco y cinco, con mi cartera repleta de informes para estudiar, pero en la tranquilidad de una hamaca de playa. Cuando abrí la puerta metálica de mi oficina pensando aún en aquellos maravillosos besos de mis hijos. Para tropezarme con Sergio una vez más, la enésima de aquel día. Dónde me informó, con su sonriente cara de comadreja, que debía quedarme a hacer horas extras hasta que llamaran los suizos. Hasta que nuestros anhelados y esquivos clientes decidieran abrir videoconferencia para dar el VºBº al proyecto al que dediqué mis necesitadas penúltimas horas de sueño antes de partir hacia nuestro hotel habitual.

Ahí llegó la señal definitiva. La que abrió mis ojos a entender lo que me intentaba mostrar aquella extraña luz.

Comenzó como un hormigueo en mis pies, viéndome entre una manada de caballos salvajes desbocados, plantado ante ellos, con un pie delante y el otro firmemente apoyado detrás para parar su alocada carrera, al ver trasladarse el minúsculo rayo de luz hasta iluminar la cara de mi jefe, haciéndole arrugar el gesto hasta poner la mano delante del rostro para poder verme. Con esa mueca habitual de no querer escuchar lo que presuponía una respuesta afirmativa. Hasta que, en mi mente pasó la nube de polvo que dejó la estampida de los caballos, que en el último momento esquivaron mi presencia, mi impertérrita presencia, para decir: -Hoy no, mi hija hace su “Lago de los Cisnes”-  y cerrar tras de mi la puerta de mi oficina, dejando dentro a mi jefe con una expresión que me hubiera gustado poder ver.


Me sentí como esos pobres desgraciados que creen ver el rostro de la virgen en los abstractos dibujos de los azulejos de su cuarto de baño, mientras mi cuerpo temblaba como nunca antes lo hizo. El temblor de mis manos, expuestas ante mí, me advirtieron que esa sería la primera revelación de mi vida, y ya no volví a ver más la señal que me guió hasta ese momento. El momento de “Mi primera revelación”

viernes, 23 de mayo de 2014

VENGANZA (relato corto)


El imponente patio interior, de lo que hasta hacía sesenta años antes fue la mayor abadía hispánica en el mundo, sucumbía bajo la primera tormenta del invierno de 1994.

El ensordecedor y repetitivo golpeteo de las frías gotas de agua sobre su majestuoso suelo de piedra, apagaron el sonido de las campanas que repiqueteaban al marcar las doce de la noche en el sencillo reloj de su torre norte.

Santa Soledad, era el nombre que había adoptado al convertirse en la primera clínica psiquiátrica que abría sus puertas, a aquella inhóspita enfermedad, en el primer tercio del Siglo XX .

Aún siendo la primera tormenta que azotaba la comarca desde hacía nueve meses, era, sin ninguna duda, la más tenebrosa y oscura de la última década.

La luz de la moderna linterna que sostenía alzada la enfermera  Silvia Verona, no podía escudriñar más allá de diez metros bajo la espesa lluvia. Cuando, tras haber terminado su dura jornada de trabajo de aquel viernes Santo, en el interior de su estéril cuarto e incomodada por el infernal ruido que emitía el agua golpeando la enorme ventana acristalada de su estancia, creyó oír los más aterrados gritos que un ser humado podría expresar nunca. 

–es imposible- se repetía, mientras recorría el estrecho e interminable pasillo que unía el ala de servicio con el edificio principal. 

El gélido aire que entró al abrir la puerta de la cocina central, que daba justo al rincón sur del enorme patio, agravó su estremecido estado de ánimo. Forzando la vista a izquierda y derecha, intentaba recorrer todo el perímetro bajo la tupida cortina de agua que había aparecido desde media tarde. Las piernas se le aflojaron cuando creyó ver una oscura silueta en el centro del patio a unos setenta metros de distancia. “Nada ni nadie debería estar bajo aquella intemperie, y menos a aquellas horas”. 
Reticente y asustada, cogió un chubasquero de detrás de la puerta, decidida a averiguar si sus ojos la habían engañado. Y tras recorrer unos veinte pasos, volvió a escuchar el infrahumano y terrorífico alarido que jamás escuchara antes. 

Paralizada bajo aquel aguacero, no podía creer que aquella oscura figura, de la que ahora incluso había podido escuchar, nitidamente,su infernal queja, repitiera su nombre, como en un quejoso bucle.
Mientras su cerebro le decía que se diera la vuelta, su corazón no podía creer estar escuchando las inconexas suplicas de, Joe, el celador nocturno. 

Poco a poco, recupero la distancia que la separaba de aquella figura, convencida que la voz que acababa de escuchar era del joven Joe Simentos, la nueva adquisición de la Institución desde la jubilación de su anterior vigilante nocturno. En un instante rememoró el poco aguante del que había hecho gala, en el mes que llevaba como encargado de los casos más graves y peligrosos, y de su enorme incompatibilidad con la esencia de aquel sanatorio. 

Al llegar por su espalda, no pudo ver con claridad porqué estaba sentado, inmóvil, bajo la tempestad más salvaje que viera en los cincuenta años de su contrato como asistente del Doctor Meyers, en aquel longevo edificio. 

Cuando al quedarse enfrentado a él, y ver en su rostro, primero: el miedo que reflejaba al mirar la única ventana encendida de las habitaciones de los pacientes, y, segundo: el dolor que padecían sus pies clavados al suelo y sus manos a la silla de madera, que empezaba a hincharse debido a la enorme humedad expuesta. 

Incluso con la cruel realidad que tenía ante ella, no pudo más que quedarse mirando hacía la luz que emitía la única habitación encendida del edificio secundario, donde Samuel Bergara, el enfermo más difícil y peligroso de los ciento tres que debían estar sedados y durmiendo a aquellas horas, parecía saltar y bailar  junto a la ventana de su cuarto…

La tormenta prosiguió lanzando agua contra las frías baldosas del patio, mientras los servicios médicos despegaban de su frío suelo a Joe Simentos, nuevo celador de la veterena Institución Psiquiátrica “Santa Soledad”.

"MIENTRAS SILBEN" (relato corto)



Dallas tenía razón. Lo que su abuelo le contó antes de partir hacia Londres era cierto... “Mientras silben” todo irá bien.

Y ahora, a resguardo, sentado en el inicio del talud que nos separa de ellos, pienso en lo que hablamos, hace apenas una hora, en la barcaza que nos trajo hasta esta maldita playa, oyéndolas silbar.

Temblando de pies a cabeza, con su reseca sangre cubriendo gran parte de mi cuerpo, como una pesada loza encima de mí, recuerdo el contenido de las cartas que me hizo memorizar antes de que nos abandonaran en ésta preciosa bahía que acabamos de convertir en un cementerio. Las mismas que intento palpar bajo mi cazadora, con mis temblorosas manos, confirmando que aún siguen ahí.

La de su chica; esa que me relató mientras le compraba aquel precioso vestido rojo nada más llegar a la vieja Inglaterra. De lo que le encantaría vérselo puesto al pasear juntos por la bella laguna a la que acudían en cada buscada y furtiva ocasión que encontraban. Donde pasaba horas perdido en la profundidad de sus hermosos ojos grises. En la que le prometía volver sano y salvo para casarse y tener tantos hijos como ella quisiera. Esa emotiva misiva de amor eterno.

Y las continuo escuchando dirigirse hacia los soldados que siguen llegando con las suaves olas de esa mar, ahora teñida de rojo, hasta nosotros. La suya no silbó, mientras me contaba que le pedía perdón a su madre por albergar en su corazón aún esperanzas de encontrarse algún día con él. Con el padre que les abandonó cuando apenas contaba con unos días de vida. Al que había seguido la pista hasta Nueva York, antes de que nuestro país decidiera implicarse en éste cruel y estúpido conflicto. Del que reconocía que lo único que compartiría con él, en su vida, era estar luchando juntos por la libertad en la que tanto creían. Eso que ella tantas veces escuchó hasta que fue abandonada.

Y También escuchábamos los cañonazos de nuestros acorazados abrirnos paso y cruzarse con sus inquietantes silbidos, sentados en la barcaza, cruzando la bahía, mientras muchas otras golpeaban la compuerta que nos protegían de nuestro enemigo. Rezando nerviosos, codo con codo, me advirtió que jamás abriera la que iba dirigida a su padre, aunque no lo encontrase nunca. Explicándome que esas palabras escritas eran sólo para ellos, antes de que la compuerta se abriera para recibir una de esas balas que no emitieron ningún sonido hoy, quebrando su joven cuerpo y todas las ilusiones que mantenía hasta un segundo antes.

Sin tiempo para despedidas, sin tiempo para llorarlo, escuchando sus sibilinos silbidos esquivarme mientras otras conseguían su destino en los cuerpos de cientos de jóvenes arrojados a las tranquilas aguas de esta playa, que, a partir de hoy, la historia recordará como el miserable enclave en la que la hemos convertido. Donde los soldados muertos, que no oyeron su susurro, yacen por todas partes o son arrastrados por sus enrojecidas olas.

"Ahora miro al sargento Queens, escudriñando nerviosamente el mapa de la zona, y pienso en si conocerá al padre de Dallas", y, a salvo, al pie de esta rampa, donde el sargento nos ordenará abandonarla en unos segundos, aferrando con fuerza las tres abrigadas misivas, deseo que ninguno de nuestros enemigos, hoy, escuchen su delirante melodía.

miércoles, 21 de mayo de 2014

El Monologuista (Relato)



He trabajado demasiado tiempo y vivido tantas situaciones en el teatro de mi pueblo como para saber que pueden pasar muchas cosas, antes, durante y después de un espectáculo en vivo. Entre ellas, que a diez minutos de comenzar pase algo que convierta tus insipientes cosquilleos, lógicos antes de salir a escena, en un monumental tembleque imposible de parar.

Y hoy no ha sido ninguna excepción, ya que el amigo que me ha conseguido éste bolo me ha comunicado al oído que en la sala está uno de los manager de cómicos más importantes del país, ese que todos ansían estar en su lista de representados.

El teatro es increíblemente bonito. La disposición rectangular de su patio de butacas, no muy común, ya que es el semicírculo el que prevalece en casi todos los, por mí, visitados con anterioridad, le confiere un aspecto de “Corrala” antigua muy apropiada para el monólogo elegido para esta noche.

Los cinco minutos que quedan para el comienzo, los invierto en otear, entre bambalinas, las últimas filas. Donde sé que suelen sentarse los críticos, observando hasta el último detalle de tus movimientos en escena, y valorando, con cierta perspectiva, la actuación global de un artista. En éste caso, de un artista desconocido que se ha hecho un nombre a base de patear locales de mala muerte, y que gracias al boca a boca hoy podría ser un día crucial para mi carrera de monologuista.

Cuando en la sala se atenúan las luces, y el cañón de luz blanca ilumina el micrófono de pie, intento convencerme que el texto elegido para hoy es el mejor, el que más éxitos me ha dado. Y así, ya avisado por el regidor de escena, me dirijo hacia el centro del escenario con paso firme por fuera pero temblando desde los dedos de los pies hasta la punta de los cabellos en mi interior.

El viejo suelo de madera del escenario cruje excesivamente hasta que los aplausos de bienvenida apagan su inquebrantable sonido. Me coloco en la marca ante el micro y comienzo:

-Llévense a mi mujer por favor, ¡está loca!-

Las primeras risas son muy importantes, y la frase elegida hace que en la sala se produzcan con una moderada intensidad que me anima. Acabo de solventar el primer escollo, primer punto para entrar en esa deseada lista.

- Si llego algo más tarde de lo habitual a casa, mi mujer comienza a llamar a toda la familia. Gracias a ella he conocido una faceta de mi tía Gertrudis que desconocía: la de soltar tacos. Tiene ochenta y dos años, y la escucho, nítidamente, a través del teléfono, cuando llego a casa para ver a mi mujer, auricular en mano, apartarlo de su oreja para no quedarse sorda con los improperios que le suelta tras llamarla por enésima vez, en tan sólo quince minutos.-

Las risas se mantienen, ¡buena señal!,  mientras recuerdo la siguiente frase e intento encontrar su rostro en la oscuridad de las últimas filas. Demasiado oscuro para un monólogo, pienso. Me gusta ver la reacción en las caras del público mientras actúo. Hoy la luz da un ambiente de recital de piano más que de una actuación cómica. Ya veis, otro contratiempo del que no puedo hacer nada en medio de la actuación.

-Yo intento calmarla diciéndole que, en el trayecto a casa, me he encontrado con un accidente. Incluso que ha habido un fallecido. Ella lo primero que hace es llamar al rotativo de un periódico para confirmar lo que cree que es una excusa. Creo que probablemente es la cuarta o quinta persona de este país que se entera de todos los detalles de una noticia como esa antes de que salga en los periódicos del día siguiente, y la única que se sabe los nombres de todos los que trabajan imprimiendo el dichoso periódico.-

Ahora, las risas de los asientos cercanos se entremezclan con los de los palcos superiores prolongándose cada vez más. Todo está yendo bien pero sigo sin encontrar al manager. Siempre me ha gustado dirigirme a las primeras filas, intentando incluirlas en el espectáculo, pero hoy mi mente me aleja de ellas hasta el final del patio de butacas.

-Debo de reconocer que tiene sus cosas, un don innato vaya, aunque sea para alejar a la gente de su lado. De hecho ha llevado el apellido familiar a lugares antes ni siquiera pensados. A mi primo Luis, que fue quien nos presentó, le hizo poner tierra por medio llevándolo hasta Australia después de cortar con ella. Decía siempre que le traía de cabeza, que cuando estaban juntos creía estar todo el día caminando boca abajo por culpa de su carácter, un tanto especial. Y al final lo consiguió, de hecho está en las antípodas, al otro lado del mundo. En Sidney, por más señas.-

Todo va bien, me repito en mi cabeza. Aunque no logre ubicarlo, todo está saliendo bien. Miro hacia bambalinas para apoyarme en los ojos de mi amigo, que, sonriente, levanta el pulgar.

-A ella no le gusta que cuente nuestras cosas a nadie, y yo eso lo respeto mucho….. Sólo lo sabe la familia y mis amigos de juerga…..Creo que nosotros tampoco nos entendemos, no puedo evitar pensarlo. Siento que hablamos idiomas distintos….  Por cierto, no les he dicho que es Noruega.-

Las primeras carcajadas me elevan a una euforia donde ya me veo firmando el nuevo contrato.

- Extra rubia, extra grande, extra músculos. Nunca antes hubiera pensado que una mujer pudiera tener tanta musculatura. Lograda tras pasar su infancia peleando con las enormes vacas que vi en el viaje que hicimos para conocer a su familia. Por cierto, que siempre ha despotricado de las cuatro cervezas que tomo al salir de noche con mis amigos, cuando los quince días que estuve en su pueblo natal los pasé totalmente ebrio, con otros tres de regalo al regresar a casa para que se me pasara la resaca. ¡Como bebe esa gente!. El frío dicen, cualquier excusa es buena….   menos la mía.-

Ahora confirmo que el texto elegido ha sido un éxito, cuando empiezo a escuchar algunos aplausos.

-Ah, y también está Nathasha, su íntima amiga. Es rusa. Con esa cara de muñeca de hace treinta años. Es la mujer de mi jefe, ¿saben?, al que tengo que ver más de lo que quisiera cada quince días cuando vienen a cenar a casa. Y luego tengo que aguantarlo, con su brazo rodeándome los hombros, arrastrarme por toda la oficina relatándome las excelencias de Inga. Ella quiere que ascienda en la oficina, que llegue a jefe de contables. Le encanta el dinero, dicho por ella misma, eh. Aunque yo lo dudo mucho, por que si algo te gusta tanto no lo haces desaparecer con esa facilidad.-

Ya empiezan a sacar fotos, eso es bueno, quiere decir que las colocarán en sus redes sociales para contar a sus amigos lo que se han reído esta noche.

-Es amiga suya, que no mía. En la última actuación que tuve, dos semanas atrás, estaba ella entre el público. Se rió lo que no está en los escritos y más cuando le tuve que soltar lo cobrado esa noche, para que no le dijera nada a Inga. Aunque antes de marcharse le volví a soltar lo de: que si había traído ensaladilla, broma que tan poco le gusta. Pero joder, se había llevado los mil pavos que mantendrían callada una semana a mi mujer.-

Los flashes son innumerables y los aplausos ya no cesan. Casi tengo que poner las manos delante del rostro para poder continuar con mi mejor monólogo, cuando, esos mismos flashes me hacen bajar la mirada hacía las primeras filas, tan olvidadas hoy. Donde encuentro a mi mujer más seria que nunca por estar escuchándome airear esas cosas que a ella tanto le molestan. Y levantarse, mientras el público la sigue para continuar aplaudiendo, y alzar el brazo derecho con algo entre las manos que no puedo ver por los fogonazos de las dichosas cámaras. Y tan sólo pude decir, señalando hacia ella:

-¿Inga?-

Mientras el público se parte de risa mirando a la chica extra rubia, extra grande y extra musculosa que acababa de levantarse.


He trabajado demasiado tiempo en el teatro de mi pueblo, para saber que a veces pueden suceder situaciones inesperadas cuando se hace un espectáculo en vivo, como por ejemplo: que un espectador sufra un infarto y haya que parar todo hasta que sea trasladado al hospital, que se desplome un foco mal atornillado dándote un enorme susto, que pueda venir a verte, inesperadamente, el mejor manager del país y que eso pueda hacer cambiar tú vida, o que tu mujer se entere, por su mejor amiga rusa, que su marido está haciendo reír a la gente con sus cosas privadas y se decida plantarse en primera fila para arreglar, de una vez por todas, esa situación.... También, cambiándote la vida. Yo sólo sé que oí un “BANG” 

La llamada (relato corto)

¿Sabéis?, Esta mañana me ha llamado Carlota. Estaba nerviosísima, y entre unos tristísimos sollozos y con una descompasada respiración, que casi no entendía lo que me estaba diciendo, me contó que: la semana pasada, su marido Gabriel llegó borracho. Cabreadísimo con el mundo. Gritándole por cualquier cosa, intentando justificar por qué se había tenido que quedar sin trabajo después de tantos años de duro esfuerzo. Que apenas quería escucharla, culpándola a ella también de su repentina mala suerte, por intentar explicarle que no era culpa de nadie haberse quedado en paro. Que tras aguantar una hora de insultos e inconexas frases había empezado a destrozar cosas, acabando por golpearla con el dorso de la mano tras intentar cerrar la puerta donde dormían sus dos hijos. Aquel golpe la desconcertó, incluso después de casi dos horas de aguantar vivir lo que nunca se pudo imaginar por parte del hombre que conocía desde que eran unos críos. Su mente pasaba de intentar disculpar aquella repentina actitud, que achacaba a su ebrio estado, a despreciarlo por no respetar la casa donde descansaban sus pequeños. No dándole importancia a su amoratado ojo, que empezaba  a cerrarse irremediablemente.

Que la situación se había prolongado, día tras día, con la misma pauta, que ya los hematomas cubrían gran parte de su cuerpo, culpándola incluso por la enfermedad de su pequeño Guillermo. Blandiendo atropelladamente su puño ante su cara reprochándole la enfermedad congénita que arrastraba su familia desde varias generaciones. Y que había aguantado hasta hoy.

Que cuando la despertó la luz del día, al no verlo en la casa, lo primero que hizo fue rezar, arrodillándose frente a la única ventada de su habitación y dar gracias porque sus hijos estuvieran pasando el fin de semana con sus abuelos en el pueblo, aún a sabiendas que los accesos para la silla de ruedas de su hijo eran inexistentes y que su hermana Mirian tendría que hacer las veces de madre con sólo trece añitos. Que mientras seguía rezando escuchó la puerta de la calle cerrarse de un portazo, haciendo que su columna vertebral y su espalda se tensarán hasta casi no dejarla levantar del suelo para esconderse, pegada a la pared, entre un armario y la cama, mirando el enorme crucifijo que presidía sobre el cabecero. Que al oir, de nuevo, destrozos en la planta baja y la alborotada voz de su marido comenzar a subir las escaleras se aferró al crucifijo como si con ello pidiera a gritos ayuda divina. Y que tras atravesar la puerta de una patada, cerrando los ojos y tras un grito que creyó intuir que salía de su ahogada garganta, golpeo su cabeza con todas las fuerzas de la que fue capaz. Y que ahora yacía inerte, con medio cuerpo sobre la cama, desangrándose sobre la alfombra, mientras que parte de la sangre seguía camino a la ventana donde intentó hablar con Dios Luego, se quedó callada, unos interminables y tensos segundos, mientras la oía respirar forzadamente aunque más calmada.

¿Y quién demonios es Carlota?

Pedro, no tengo ni idea, pero ¿Sabéis que fue lo que le dije, tras esos angustiosos segundos que intenté compartí con ella en el más absoluto silencio?.

¿Que se había equivocado de número, no?

Nooop. Le dije……  016…. Ah, y “Óle tus Ovarios” y colgué. 


El espejo (relato corto)

Estoy delante del espejo. Es pronto para reflexiones, pues acabo de despertarme, pero lo que hoy veo en él no me gusta. Ya no me gusta el reflejo que emite.

Es un espejo muy especial. Lo compramos, hace años, cuando vivía Mónica. Fue un capricho de esos que no te puedes permitir según en qué ocasiones. Estaba expuesto en una casa de antigüedades de Marsella. Una tienda pequeña, algo lúgubre, donde podías encontrar casi cualquier cosa entre las miradas de los dos viejos que la explotaban. La insistencia de ambos en entrar nos ayudó a verlo con más detenimiento.

Sus bordes forjados juguetean con los grabados interiores formando, lo que nosotros llamábamos un “trance amatorio”. El doble marco conferido entre el cristal y el hierro fundido, típico de los muebles de cierta época, centraban nuestras miradas en lo esencial, nuestro reflejo en él. Tenía el ancho perfecto para vernos ambos, para admirarnos en plena juventud. El reflejo de Mónica era espectacular con aquel vestido azul, ceñido a su joven cuerpo, con unas diminutas flores blancas revoloteando desde la mitad superior izquierda hasta completarse en la falda. Estuvimos un buen rato observándonos en él, girándonos y riendo de lo enorme que se nos veía en aquella espectacular foto con el puerto Marselles detrás. Eso fue lo que nos decidió a pagar la enorme cifra que costaba, el reflejo de dos enamorados en su segunda Luna de Miel.

Todavía recuerdo colgar aquel vestido encima de él tras su muerte. Y de cómo esquivaba la mirada al pasar a su lado entristeciéndose mi alma al no poder ver más su bello reflejo.

Ya no lo uso. Ahora utilizo un diminuto espejo sólo para afeitarme. Incluso he estado a punto de girarlo hacia la pared donde ha estado desde que lo trajimos a casa. Cuando al cruzarnos en el pasillo parábamos a buscar aquel momento mágico de aquellas inolvidables vacaciones.

Aquello que tanto nos reconfortó, recuerdo viviente de la mejor época de nuestra vida, ahora me produce tristeza. Tristeza y rabia, al comprobar que el paso del tiempo no ha hecho mella en él, pero si en mi. En el reflejo que emite de mi..   sin Mónica.



Los ojos del que mira (cuento corto)

La pequeña Rhania vivía complacida, mirándose a diario en las cristalinas aguas de su bello estanque, donde acudía para ver como aumentaba, día tras día, su hermosura, en aquel incomparable jardín que su padre había construido sólo para ella.

La pequeña Rhania maldecía los días de lluvia, en los que no podía admirar su ingente belleza. Donde las gotas de lluvia creaban círculos concéntricos emborronando su hermoso rostro, convirtiendo sus días perfectos  en amargura desolada, por no poder complacer su obsesiva deleitación de admirarse. Esos días en los que obligaba duramente a sus doncellas a sacar lustre a los azulejos de su imperial cuarto de baño, para poder admirar su esbelta figura, saciando así su sed diaria de complacencia.

La pequeña Rhania vivía en un enorme y majestuoso palacio, donde tras sus muros su padre había creado un mundo aparte del real, un mundo donde ella era la princesa. Un especial lugar donde Rhania había manifestado una compulsiva obsesión de si misma, y donde no cabían más problemas que una estúpida lluvia que la impedía regodearse con el hermoso reflejo de su belleza.

La pequeña Rhania comprendió, un día de sol radiante, tras bajar presurosa a encontrase con su idolatrada fuente de ego, que no estaba sola. Los altos muros de su palacio habían sido traspasados por un muchacho, de tez morena y largos cabellos, que descansaba ahora sobre la negra piedra que su padre trajera desde muy lejos dominando, majestuosamente, en solitario el centro de su hermoso jardín. Donde, reposadamente, el joven leía un antiguo manuscrito bajo el sol de aquel placido día.

-¿Quién eres y qué haces aquí?-, preguntó, con su imperativo hilo de voz.

- Soy Ratán, ¿y tú? – contestó, sin más distracción que la de pasar la siguiente hoja.

-Yo soy la dueña de este Palacio, y tú no puedes estar aquí. – dijo, verdaderamente enfadada.

-¿Qué tienes en las manos?- preguntó, extrañada y bajando ligeramente el tono.

La curiosidad de conocer el objeto que tan absorto tenía al muchacho, pudo más que su enojoso comportamiento habitual.

-Es un libro – contestó

-¿qué es un libro?- fue la obvia pregunta, siendo total desconocedora de su existencia.

-Un libro es una sucesión de hojas escritas sobre personajes, lugares y situaciones, que alguien escribiera hace mucho tiempo.- clamó el joven, estirándose descaradamente.

¿Tú puedes escribir en él? Preguntó, recuperando su arrogancia inicial.

-En este no, pues ya está completo. Pero en cualquier otro, claro que sí –

¿Podrías escribir mi historia?, soy la más bella del reino y creo que se debería plasmar mi belleza en un libro de esos.- dijo, buscando de reojo, poder mirarse en el estanque.

-Podría hacerlo, pero si yo escribiera sobre ti, plasmaría lo que ven mis ojos, y no sólo lo que tú dices ver- sentenció, a tenor de lo que creía se le avecinaba.

-¿Tú no ves mi belleza?- Preguntó indignada.

-No- respondió simple y claramente.

-Pues debes de ser ciego entonces- admitió, buscando nuevamente su reflejo.

-No soy ciego, lo que intento explicarte sencillamente es que mis ojos no ven las cosas como la ven los tuyos- replicó rápidamente.

Pues ¿puedes decirme que ven tus ojos de mi que yo no haya visto antes?- preguntó enojada por el descaro del joven y la incertidumbre que había creado con su comentario.

-Yo veo a una estúpida y remilgada niña que no hace otra cosa que mirarse en las aguas de ese pequeño estanque, viviendo tras unos tristes muros que acotan el bosque y entorpecen mis paseos matutinos hasta hoy-

El rostro de la pequeña Rhania cambiaba de color espontáneamente antes de gritar. – ¿pequeño estanque? Mi padre me ha asegurado que es el mayor que conoce-

-Ya, pero comparado con el río, ese estanque es ridículo-

-¿Un río?, ¿dónde?- preguntó cavilando la posibilidad de ampliar el espacio donde seguir admirándose.

-Cerca, tras esos muros, no muy lejos- contestó, mirando surgir un brillo inusual en sus ojos de niña.

-¿Tú te miras en él? Consultó presurosamente.

-No, yo me baño en él. No me hace falta mirarme, ya sé como soy-

-¿Y cómo eres, si se puede saber? Preguntó animada queriendo devolverle un poco de su desfachatez anterior.

-Dímelo tú-

-Yo te veo, feo, sucio y desaliñado e impertinente- dijo, esperando que se enfadase mucho.

-Pues ese soy yo visto por tus ojos. Ratán-

Y, hábilmente trepo hasta el árbol más cercano del muro para desparecer tras de él.

La pequeña Rhania, corrió hasta Palacio preguntando a todos los que se encontró, ¿qué veían al mirarla?, obteniendo tantas respuestas diferentes como personas consultó. Y tras bajar de nuevo hasta el estanque dijo abatidamente.

-Que pena que tú no puedas hablar, estanque mío-


Y la pequeña Rhania se quedó pensando en la posibilidad de que otras gentes pudieran pensar como aquel joven,  decidiendo no salir nunca de entre aquellos muros... por si acaso.

Día de partido (Relato corto)

Sentado en la parada del Autobús, pienso en lo que me espera éste día, y tengo miedo.

Hoy debo presentar el proyecto que determinará mi continuidad, o no, en la empresa. Los datos, tan ordenados en el Dossier que llevo en mi reluciente carpeta personalizada y de color vino, ahora comienzan la tercera melé en mi cabeza, y sólo son las ocho de la mañana. Batallando entre las estadísticas, informes técnicos y estimaciones de posibles futuras ganancias, los que parecen contrincantes rabiosos en el último partido de temporada, aunque pertenezcan al mismo equipo, comienzan a enervar al público, que en este caso soy yo. No lo puedo evitar, nunca he podido controlar mis nervios. Quizás mi carácter convergiera mejor con los operarios que veo en la acera de enfrente, riendo y bromeando ya de buena mañana.

Parecen tan relajados, que se diría que quisieran restregarme su buen rollo en toda la cara. Y tras los cuatro silbidos que intentan llamar la atención de la chica que se sienta a mi lado, pienso en cuánto cobrarán para estar tan contentos y motivados, para soltar esas enormes carcajadas producidas por la indiferencia ofrecida por mi nueva compañera de banco.

La verdad es que, por lo menos, tienen buen gusto. Con ella ha llegado un suave olor a perfume, que ha tenido la virtud de parar por unos segundos el partido de rugby que se está produciendo en mi cabeza. No reconozco el aroma, pero añade un toque alegre a su enigmático rostro. Los de enfrente siguen intentándolo, pero ella hace oídos sordos, y dedica un segundo para mirarme y levantar las cejas en un gesto de hastío. “Demasiados intensivos” recurro a mis dotes de Jefe de Proyecto para estimar que con un poco menos de intensidad podrían conseguir mejores resultados. Pero quién se lo dice, seguro que el buen rollo se convertiría en…   bueno, me estoy perdiendo… y tengo que seguir concentrado, hoy es el gran día.

Cuánto tarda el Autobús. Esos sí que tienen un trabajo relajado, aunque deben de tener un estricto horario que seguir, en los últimos seis meses he tenido que coger más taxis de los que me puedo permitir. Hoy no me harán perder dinero. Tengo quince minutos de margen, que he repartido entre el trayecto en la línea regular, los saludos con el personal de recepción y el lento ascensor del edificio de mi empresa.

Debe de tener prisa también, porque no ha dejado de mirar su minúsculo reloj desde que se ha sentado. Mmmm… Creo que llamarle minúsculo, le queda demasiado grande. Ahora no sé si tiene prisa o es que no puede ver bien esas microscópicas manecillas. Sigo calculando cosas para mantener mi cabeza ocupada, o será que el partido está en descanso.
Ya veo el autobús acercarse, -Ya era hora- pronuncio, un treinta por ciento más alto de lo que hubiera querido. Lo achaco a la euforia tras ver aparecer mi anhelado transporte.

-Las 9 y quince- dice mi vecina de banco, tras volver a mirar el maldito reloj.

- Perdón- le digo, sin comprender qué me quería decir.

-Que son las 9 y quince-

De repente, todos los jugadores volvieron a saltar al campo, maldiciendo, gritando y señalándome que mirase la pantalla del marcador, donde se reseñaba “CAMBIO DE HORA, a las 2 serán las 3”

Las caras de los operarios y de la enigmática chica, del casi invisible reloj, expresaron la misma contrariedad cuando me vieron saltar a la carretera, gritando una vez más “TAXIIII, TAXIIII”

Un elemento extraño (Reflexión)


Hoy, la fotografía de mi traslado matutino hasta el trabajo es diferente, hay un elemento extraño. Tan extraño que no logro adecuarme a esta nueva realidad. Que distrae, que emborrona mi naturaleza, simple y perfecta. Y que irrita, indignando mis sentidos y quebrando un entorno tanto tiempo anclado a mis retinas, que estas no quieren volver a fotografiarlo.

Hoy, el retrovisor de mi coche necesita reglaje. El elemento extraño se ha anclado en la imagen, distrayendo mi concentración. Y me irrita, haciendo que utilice el claxon indiscriminadamente ante los que, como yo, parecen desubicados. Y no se esfuma, por más que intente evitar ese apoyo necesario para no despeñarme.

Hoy, alguien muy lejos de mi tierra ha decidido joderme. Insertando el elemento extraño en mi relajado mundo. Empañando un paisaje idílico y profundo, azul reflejo de tiempos remotos que no deseo compartir.

Hoy estoy jodido…..


“Como perros hambrientos en busca de su presa
En las cristalinas aguas de mi idílica tierra
Esperando el momento preciso, la orden de arriba
Que les de vía libre para enchufar las mangueras
Sólo pido un presente, un milagro pequeñito
Que se trague el elemento que mi paisaje condena”



martes, 20 de mayo de 2014

Si mis ríos llevan agua (poema)

No son los días los que mueren
Cuando hacemos tanto daño
No son los labios los que hieren
Si se olvidan de besarnos

Nunca albergaré más dudas
Que mis respuestas no sacien
Más, nunca haré las preguntas
Si te niego cuanto hables

Miro ansioso a la mañana
Porque sólo traigo prisas
Casi muero cuando amas
Por no ser yo quien te mira

Pienso en todas estas cosas
Tras los años que me acechan
Asumiendo la derrota
Por los pocos que aún me quedan

Quiero marchar de este mundo
Dejando mis libros cerrados
Dedicándole un solo segundo
A lo que al mundo nos ha llamado

Si mis ríos llevan agua
Será porque yo los he llenado
Si cuando llegue no hay palabras
Asumiré, que solo he pasado

viernes, 16 de mayo de 2014

Hoy es un día triste, de esos (poema)

Hoy es un día triste, de esos
De vejez olvidada
Miradas esquivas
Y manos apartadas

De eléctricas tormentas
Voluntad exigida
De estimular los fuegos
Y lagrimas admitidas

De íntimos recuerdos 
De llorar llorando
Maldiciendo tú aroma
Al caminar descalzo

Por eso:
No creo en esperanzas
Que puedan arreglar el mañana
Sabiendo que con las armas
Publicitan salvar almas

Dos fobias de un tiro (relato corto semi-verídico)



Hoy, por fin, me he decidido a contarles a mis hijos el por qué de mi fobia a los gatos. Y no porque me apetezca, pero están hartos de verme cruzar la calle cada vez que me encuentro con uno de esos sigilosos fantasmas nocturnos, mientras ellos los miran con caritas compasivas.

Los he sentado alrededor de la mesa pequeña de la cocina. Me ha parecido más apropiado estar más juntos cuando les explique lo que tanto me aterra, aunque con el paso del tiempo creo que se ha llegado a convertir en mutuo odio. Pongo unos vasos de leche y algo para picar, aunque la historia no es demasiado larga, en verdad. Ambos me miran atentos con ojos interesados. No se lo pueden creer, después de tantos años, poder solventar una duda que, por su forma de mirarme, debe de ser para ellos como el tan escurridizo Boson de Higgs.

-Bueno- les digo, receloso aún de exponer abiertamente cuestiones que para mi originan siempre reticencia. – cuando tenía aproximadamente seis años, vuestros abuelos ya conocían muy bien mi aprensión a las agujas hipodérmicas, cuestión lógicamente entendible en una criatura de esa edad, pero que para ellos se convertía en un suplicio cada vez que debían llevarme a una casa vecina, donde vivía una señora de unos cincuenta y cinco años, pelo gris y mil arrugas, llamada Doña Adela, practicante del único Hospital de por aquel entonces. Así llamábamos antes a las “pinchaculos”-.

La sonrisa en los rostros de mis hijos calma un poco mi tensión arterial, que va  como siempre a su bola. Pero sólo un poco.

-después de arreglar al niño, abrigándolo hasta casi asfixiarlo, salimos a la calle. Día feo, muchas nubes, con un viento que helaba la cara: la única zona que no me habían envuelto. La calle donde vivíamos la cruzaba una carretera de tierra de un solo sentido, donde los numerosos coches que se acumulaban a primeras horas de la mañana estaban obligados a utilizar si querían salir del barrio, dejando uno tras otro una estela de polvo, al que yo tan alérgico era. “De ahí mi visita a Doña Adela”.

La mano de mi madre tapaba mi boca y mi nariz, no así los ojos con los que pude ver un enorme gato en la acera de enfrente. Ambos me llevaban cogido uno de cada mano… crucificado, para que no me soltase cuando enfilásemos hacía la casa de la “pinchaculos”-

Mis hijos se parten de risa, mientras mi mente me sitúa, como dos pistoleros a punto de batir en duelo, ante aquel gato callejero, casi cincuenta años atrás.

-fuertemente agarrado por si me soltaba cuando tomáramos la dirección que sabían que me provocaban pequeños-grandes arrebatos, tirando de ellos en la dirección contraria, intentamos cruzar la calle.

Entre los intervalos de los coches que no cesaban de pasar, confirmé que aquel gato iría a por mí en cuando pusiéramos un pie en la acera contraria. Incluso entre las nubes de polvo podía ver como sus ojos color canica, no dejaban de advertirme que hoy yo era su presa.

Mi arrebato fue apocalíptico, mis ojos se movían entre mi padre y mi madre casi fuera de sus órbitas, era lo único que se me veía con la boca y la nariz tapada. Tiré de ellos con todas mis fuerzas, y mis padres al contrario hacia la casa de Doña Adela. “mis padres debían pensar qué o me arrastraban o hoy no llegaban al trabajo”.

Arrastrado hacia el gato, entre la polvareda, con cara de loco, el felino se abalanzó sobre la pieza que le llevaban en bandeja y con los brazos amarrados. Fue el único sitio que encontró para clavar sus uñas, el único expuesto a sus zarpas, la frente, arañando tanto como pudo hasta que mi padre me lo quitó de encima, lanzándolo por los aires hasta una rampa de garaje en construcción.

Carreras hacia casa, curas en la frente, liberado de las toneladas de ropa   y yo, acojonado, recordando los ojos de asesino del gato y con los brazos enrojecido de la refriega con los que me querían entregar en sus garras.


Encima ese día no me libre de la “pinchaculos”. Ración doble de Anti-tétanos y otra fobia para toda la vida.

Mis hijos me comprenden con la mirada. Así lo siento. Incluso palmean el dorso de mi mano antes de decirme, mi hija de cinco años mirando a su hermanito de tres. –Papí, ¿podemos tener un gatito?-

No sabe Mariana (relato corto)



Mariana siempre estaba triste. Y ese estado la acompañaba hasta donde alcanzaba su memoria.

Triste vida, tristes pensamientos. En fin, esa simple certeza a lo incierto.

Nunca quiso ahondar en el por qué de dicha tristeza, más que nada porque no quería echar más leños a esa triste hoguera. Siempre encerrada en su mundo, a solas toda su vida, esperaba y esperaba, sin saber qué traería el día. Sintiéndose como un pavo sin cabeza, buscando una verdad, teniendo la certeza de que era lo habitual
.
Mariana no tenía voluntad. Se sentía como una veleta al viento, traída y llevada, moviéndose  sólo según soplase. Y no porque no tuviera valor, pero valor sin voluntad es como tostada sin pan, ir sin trasladar o acariciar sin rozar. La única cuestión que la sacaba del lagar donde exprimía su tristeza, involuntariamente y sólo a ratos, era la música. Le encantaba bailar y bailar al compás de una alegre canción. Lo cual más la entristecía al no poder hacerlo tanto como a ella le apetecía, y a su voluntad.

A Mariana le encantaban los niños. Como a ellos su apariencia.

Su forzada sonrisa, su forma de trasladarse de acá para allá al son de la bella música que a ella tanto le gustaba.

Y también los envidiaba. Envidiaba sus alas. Unas alas invisibles que creía ver en ellos, impulsándolos a deslizarse por vertiginosas barandillas, subir a árboles imposibles, lanzarse en brazos de un extraño, caminar hacia delante sin pensar en qué dejas atrás.

Esas imaginarias alas que ella nunca tendría.

Mariana se sentía vacía. Vacía de emociones, de órganos internos que la incitaran a salir de su lánguida tristeza.

¿Para qué sirve un corazón si no estimula tus emociones,  si no puedes entregar lo que encierras en él a alguien, si no bombea y bombea? se preguntaba a diario.

Y mientras se hacía la misma pregunta que nunca obtendría respuesta, soñaba.

A Mariana le encantaba soñar. Y más abatimiento obtenía al saber de antemano que su único sueño eran aquellas alegres alas.

Unas alas de libertad, de simpleza y verdad, que cambiaría sin pensar por los hilos con los que su dueño la hacía bailar, saltar y brincar ante los niños, una y otra vez, al ritmo de una canción tantas veces escuchada.      

No sabe Mariana que su tristeza es vivir como vive una Marioneta.