jueves, 4 de septiembre de 2014

Cartas en el barro (relato corto)

Querida madre. Ahora comprendo sus lágrimas al despedirnos en la estación de trenes. La euforia compartida por los que nos dirigíamos henchidos de orgullo hacia el frente, no me dejó disfrutar de ese momento que tanto he echado de menos.

Orgullo: que gran palabra, sí. Pero que ya nunca más usaré para referirme a nada que no tenga un corazón palpitando en su interior. Aquí, en las trincheras que construimos con tanto esfuerzo, hundido en medio metro de barro, palabras como “Grandeza”, “Honor”, “Orgullo”, han tomado un nuevo significado. Y ninguno aplicable en connivencia a palabras como Patria o Estado. Grandeza, la de estos cientos de miles de jóvenes por abandonar todo cuanto tenían para sumergirse en este frío barro que cala nuestros huesos, poco a poco, hasta llegar al alma. Honor, el que siento al luchar, codo con codo, junto a ellos para frenar el avance de un enemigo que parece no tener modo de saciarse. Y Orgullo: ya no sé lo que significa esta palabra, ni el sentido que tiene en este lugar. Ahora hecho de menos el olor de la granja, la envolvente pestilencia de los animales. Ese picante hedor que, sin embargo,  huele a vida.

La palabra reglamentaria para referirse al lugar donde nos cubrimos del fuego enemigo es Trinchera, pero entre los soldados las llamamos fosas. La pestilente putrefacción que emana de río interior que convierte esta fértil tierra en una especie de pantano, aferrándose a nuestros pies como un animal cavernario intentando arrastrarnos hasta su más profunda guarida, es como una crónica enfermedad de la sientes que nunca te podrás librar ya de ella en la vida.

Extraño tu mirada, tu sincera y plácida mirada cuando llegaba a casa, fiel bienvenida al hogar. La expresión de los ojos en este lugar ha tomado otro significado. En las primeras incursiones nadie se despedía de nadie por si no volvían a verse, luego fueron los apretones de mano y el intercambio de cartas por si no volvían, ahora el último contacto al abandonar esta fosa común, es mirarse a los ojos. Cuánto dicen los ojos en situaciones adversas. Podría leer experiencias enteras en los ojos de alguien. Cuantos he visto cambiar durante este tiempo. Desde alegres o enamorados cuando retratan verbalmente a sus seres queridos, hasta odio, desesperación y miedo. La transición de una mirada al pasar por todos estos estados es insufrible. Podría decirte qué necesita el soldado parisino que esta escribiendo a casa, como yo, en estos momentos tan sólo a unos metros de mí por la expresión de añoranza de sus ojos lagrimeando mientras intenta plasmar sus sentimientos sin calar el papel.

Podrían tacharnos de locos si te dijera que lo más preciado en este lugar es un trozo de papel seco. El que intentamos guardar lo más alejado posible del húmedo suelo. Escondidos bajo el casco, cerca de nuestra mente, donde parecen que se pudieran escribir solos, o empaparse de nuestras ganas de veros, tocaros o simplemente miraros a los ojos, interconectando invisiblemente con el hogar. Estoy convencido, que muchos podrían matar por una simple hoja de papel si tuvieran oportunidad. Este lugar, en esta situación, es un micromundo para muchos. No tan sólo un lugar donde descansar y guarecerte entre la batalla diaria, no. Es más que eso, sí, una fosa donde desaparecer del mundo y de la vista de todos.

Ahora, hazme un favor y piensa que estoy en tu vientre, que he vuelto a tu vientre. Acarícialo para que pueda sentirte. En ese lugar tan cálido y lleno de amor que sólo ofrece una madre. En el único lugar a oscuras que me gustaría estar ahora. Odio la luz. Rezo todas las noches para se alargue y no regrese el día. No le temo, pero ayuda no poder ver la cara de tu enemigo cuando intenta clavarte su bayoneta en las entrañas o hablar con un compañero que le acaban de arrancar medio cuerpo.

Ahora he fallado en mi objetivo principal, aunque no lo siento. Te envío esta carta empapada con mis lágrimas, las cuales tú sabrás darle el valor adecuado. Nunca podré agradecerte tantas cosas buenas que me diste y me enseñaste, pero…

Esta sonando el silbato de una nueva carga, la quinta de hoy. Por si no logro sortear las bombas enemigas, le daré mi carta a ese soldado parisino que me mira con ojos aterrados. Se llama Emil. Intentaré transmitir todo mi amor a través de mis ojos cuando nos intercambiemos nuestras cartas para que te lleve todo mi cariño.

Te quiero madre. Sólo tengo un último deseo en estos escasos segundos que quedan para volver a esta maldita guerra. Quisiera morir en un lugar cálido y confortable como tu vientre.

4 comentarios:

  1. Muy muy hermosa tu carta.
    Me ha conmovido
    Que bueno fuera un mundo sin guerras, sin odios y sin luchas, sin matarnos unos a otros. Donde exista igualdad, amor, armonía, paz y justicia.
    Un gran, gran abrazo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Muchas gracias Lucia. Sí, cuestión imposible en estos tiempos y con nuestra actual manera de vivir. De este relato, reseño, que en tiempos adversos sale, a veces, lo mejor del ser humano.

      Gracias por tu amable comentario.

      Un enorme abrazo.

      Eliminar
  2. Precioso y emotivo escrito que llega hasta lo más hondo. Las palabras justas, el tono justo para llevarnos exactamente al lugar donde podamos comprender con exactitud... o al menos intentarlo.

    Enhorabuena, me ha encantado.

    Un saludo!!

    ResponderEliminar
  3. Muchas gracias Julia, Gracias por tu amable comentario, un enorme halago que me alienta para seguir escribiendo.

    Muchísimas gracias.

    Un enorme saludo.

    ResponderEliminar