jueves, 5 de noviembre de 2015

La Nueva Patria...



Cinco años atrás, Sindo había cambiado hogar por Patria. El país había contraído la virulenta enfermedad de los colores: el rojo del pobre oprimido, y el azul del pudiente opresor.
-Las gentes del campo no deberían conocer más batallas que la lucha diaria por subsistir- Esa era la aferrada opinión de su abnegada esposa. La realidad fue otra.

¿Quién sabe lo que anida en los rudos silencios de un pobre labriego?
¿Qué latido fue el que dijo ¡basta!?

El fervor gritado en los caminos, la rutina consagrada a la tierra, las inacabables horas bajo la persistente inclemencia estacional. Las hermanadas voces que lo buscaban atrapadas inagotables entre los árboles.

María repetía ya sin voz que no marchase mientras los niños, agarrados al faldón de sus raídas ropas, sollozaban sin consuelo. ¿Quién nos ha dado nunca de comer? ¿Quién no mira desde la gran ciudad hacia el campo más que para buscar nostalgia?

Nada pudieron las rabiosas lágrimas de María más que verlo marchar con las mismas ropas que apenas unas horas antes habían enjugado el impertérrito sudor de la atención diaria de los animales. Nada pudo hacer por contener a su lado sus asumidos silencios. Y, secando sus decididas últimas lágrimas, lo vio perderse por el recodo del camino de acceso.

La guerra devoró el sentido y el sentimiento de la palabra Patria, la misma que provocó tantas estúpidas muertes. El miedo, las noches en vela, los bombardeos y las batallas desproporcionadas arroparon aún más su muda rabia para terminar, abandonado y famélico, a seiscientos kilómetros de su casa.

Cinco años después, Sindo apareció de la misma manera que había marchado. El denso olor de su hogar había cambiado. Ahora, solo el aroma furtivo de las peladuras recocinadas hasta verter sus pocos nutrientes en el agua caliente dominaban todas y cada una de las estancias.

¿Quién sabe qué ocultan los silencios de una mujer abandonada?
¿Qué latido fue el que decidió el ¡ya!?

Los llantos de un recién nacido postrado sobre la mesa de la cocina, la clamada pereza de una mujer intentando calmarlos, el eco lejano de los azadones golpeando la tierra, la indiferencia enquistada de la rutinaria labor del campo.

Nada pudo su sinrazón contra el rostro despreciativo de su esposa. Nada pudo hacer por contener la realidad de su enorme error.

Y lo vio partir nuevamente tras aquellas voces ilusionadas que ahora callaban, y lo vio perderse una vez más tras el recodo del camino de acceso… en busca de una Nueva Patria.

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