miércoles, 10 de diciembre de 2014

TIEMPO DE RENCOR ( Capítulo 3 - Novela terminada)


C A P Í T U L O - Nº 3

Quien no conociera al viejo John Dee no sabía que le gustaba parlotear como una cotorra y que en el único lugar donde no escupía frases sin ton ni son era desde lo alto de su pequeño camión cisterna cuando regaba los terrenos de su recientemente adquirida plantación de cereales y donde disfrutaba de su pequeña pasión, la música clásica. Era su primera temporada y estaba verdaderamente ilusionado. Desde su flamante retiro no cejó hasta conseguir la parcela que quería, una bella explanada con una ligera pendiente final hacia el sur.

La propiedad incluía casa, adosado para invitados, garaje, granero, caballerizas y un coqueto bunker a trescientos metros de la vivienda principal. Las primeras horas del día, y después de atender a los pocos animales que le habían endosado en el contrato de compra, las dedicaba a repartir agua a su niña, como a él le gustaba llamarla. Su trozo de terreno dorado donde ya los brotes tenían una considerable altura.

Quien no conociera al viejo John Dee no sabía que le gustaba jugar al ajedrez y que nadie sabía cómo podía mantenerse callado durante las largas partidas. Que en el último torneo comarcal de aficionados, sus amigos, a punto estuvieron de apostar cuánto podría aguantar, y aunque jugaba verdaderamente bien, la atención de sus conocidos siempre se centraba en lo que pudiera permanecer sin soltar alguna de sus frases más célebres. Jefe del equipo comarcal y promotor de los muchos pequeños torneos para principiantes que se celebraban en todos los institutos de la zona, se implicaba verdaderamente con su comunidad cuando la ocasión lo merecía.

Quien no conociera al viejo John Dee no sabía que su única nieta era lo que más quería en el mundo, que desde la muerte de su esposa, diez años atrás, no había ninguna persona en la tierra que le produjera más júbilo que aquella pequeña, rubia, preguntona, alegre, y cariñosa criatura de cuatro años de edad. Que si faltase a alguno de los torneos que él mismo organizaba sería por aquel encanto de ángel a la que entrenaba para ser la nueva Nana Alexandría y cuyo nombre compartía en su honor.

Y quien conociera bien al viejo John Dee, no podría imaginar nunca la barbaridad que había cometido sesenta y tres años antes y tampoco cuántas veces se había arrepentido de ello, “quizás tantas como días habían transcurrido desde entonces”.

Y muchos de esos días no conseguía dormir, se acordaba de lo que le habían hecho a aquellos seis muchachos aquel mes de septiembre y no lograba conciliar el sueño. “El remordimiento es un sentimiento indómito, florece sin regarlo y vive sin cuidarlo”,- leyó una vez en un libro del que ya no recordaba su nombre -. No podía borrar esa mancha de su pasado y en su última etapa de vida le reconcomía con más fuerza aún. Además, después de enterarse de que cuatro de los participantes en aquellos hechos habían fallecido recientemente, todo comenzó a brotar en su memoria día tras día. Los detalles se dispersaban en su cabeza pero el resultado no había variado un ápice. Siempre la misma escena, siempre los mismos rostros, sin nombres, pero rostros nítidos aún después de tantos años.

Dos días atrás, habiendo pasado casi tres sin pegar ojo, descolgó el teléfono para llamar a sus amigos Tacker y Tom, quienes veintiocho años atrás lo encontraron por medio del departamento de comunicación del ejercito al enterarse de que venía repatriado desde el Vietnam después de haber sido herido en la parte izquierda de su cuerpo, en el que también sufrió una severa lesión en el oído interno. De aquella herida ya sólo le quedaba una profunda sordera y una cicatriz de sesenta centímetros en el costado, gracias a la cual le había quedado una fabulosa pensión con la que financió el sueño de su vida.

Desde hacía quince se reunían una vez cada año. Éste le tocaba en su casa y estaba acondicionando el bunker para ello, le parecía el mejor lugar para que unos viejos fusiles de asalto retirados de la circulación, como de forma divertida se llamaban entre ellos, pasaran unos días rememorando sus viejas batallas y haciendo terapia de grupo sobre su más que reprochable actuación en el verano de 1945. Le enojaba de manera especial que Del Rio no reconociera lo erróneo de su conducta después de catorce reuniones mantenidas y que además fuese en aumento sus motivaciones para justificar un hecho injustificable definitivamente. Los años transcurridos y las batallas posteriores le cambiaron la forma de ver al enemigo, cada vez más amigo por el sufrimiento común, por el desgaste físico pero principalmente por el psíquico al que son sometidos los combatientes en acción. “Lo que en un principio es orgullo y coraza se convierte con el tiempo en coraje y conciencia”.

El hecho de matar a dieciocho personas en las distintas batallas que viviera en su carrera militar no le produjo nunca el sentimiento que por el contrario revivía noche tras noche por lo ocurrido con aquellos seis jóvenes japoneses inocentes.

Sólo se pudo enterar del nombre de uno de ellos, que en un principio creía era Shio pero muchos años después con la introducción de los ordenadores personales e Internet en casi todos los hogares se preocupó de buscarlo encontrando el nombre de Kio Shimoshi, muerto de un infarto el día 1 de septiembre de 1945 en el USS Missouri, el día anterior a la gloriosamente humillante firma de rendición por parte del ejército imperial japonés. Todo con el tiempo se ve de manera distinta, lo que en un principio fue alegría desbordada ahora, tras seis décadas, se había convertido en una amarga y profunda pena por participar en aquello.

Ya con su edad ninguna batalla ganada le satisfacía. Ni Irak, ni Afganistán. No entendía qué hacía el ejército Americano en esos lugares tan alejados, sabía perfectamente que era por seguir con la rueda de la industria armamentística, pero ya ni eso les debería de valer. Esperaba con toda su alma que si saliera elegida la propuesta del nuevo congresista pondría orden en todo este caos.

Tres días antes les había invitado a disfrutar de una velada de música en el Singletary Concert Hall. Quería haberlo hecho varios años atrás pero nunca surgió el momento, cercanos a su reunión anual tenía que hablar con ellos cara a cara.


Ciento veinte kilómetros separaban su plantación de la ciudad de Lexington donde ésta noche oirían a la Lexington Philharmonic con Mysha Maisky al cello. Los tres llegaron casi a la vez, justo para saludarse eufóricamente y con rapidez entrar al concierto. A la salida sus caras no demostrarían el buen ambiente del principio.

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