Apuré el paso, sosegado pero constante, con el
que toda la mañana estuve sembrando una olvidada parcela muerta de pena en los
confines de la hacienda. Eran las tres y todavía estaba bajo el sol
martillador. Hambriento y huraño, intentaba infructuosamente, con un suave
masajeo de mi mano sobre la barriga, acallar las voces de mi estómago, el cual sonaba
como si unos fastidiosos técnicos estuvieran comprobando la ruidosa megafonía
de una verbena de pueblo. A cada dos o tres pasos, los martirizantes sonidos
estomacales se hacían insoportables, llegando incluso a unos decibelios que
aplacaban los canturreos de los despavoridos pájaros que intentaban
frenéticamente buscar la sombra de unos lejanos árboles.
El polvoriento camino, además, añadió una perturbadora
sed que había acabado con la ración normal de agua de una mañana cualquiera. La
enorme distancia y el ardiente calor de aquel día de julio, no las había
calculado con el oportuno rigor de esa inusual jornada.
El peso de la azada en mi hombro incrementaba
la abrumadora sensación de mis resecos labios, mientras el incesante sudor
intentaba acabar con mis escasas reservas. Ni el pañuelo, paseando insistente
sobre mi frente, podía calmar el torrente que se había desatado al iniciar la
enorme cuesta que cruza este antiguo camino de cabras, éste, que un día fue
calzada romana. Y al llegar arriba, bajo el insidioso sol, mis entrecerrados
ojos me volvieron a demostrar el por qué había dejado la ciudad.
Y, como un mensajero aparecido de la nada,
ante mi apareció la nítida figura del padre de mi padre. El que nunca quiso que
le llamásemos abuelo, aquel que nos enseñó, a Ricardo y a mi, una forma
distinta de vivir, de sentir, de interconectar con la tierra. Con su cadencia
pausada de hombre de campo nos hablo del monte, de las voces del monte, cuando
pastoreaba los altos riscos siendo muy joven. Tranquilo, pero firme, al hablar
de cómo la tierra se entrega en manos de quien la respeta, de quien confía su
vida a esa labor tan correspondida, si renuncias al sintético saber de la gran
ciudad, ése que nada aporta al devenir de la naturaleza, ni la humana, ni la
terrenal. A esa simple y primordial misión para la que fuimos creados cuando
aquella primera célula, alimentada por las sustancias más primigenias, se alzo
del basto barro que la había ayudado a crecer.
Sin palabras, tan sólo su evocadora imagen, de
pie en aquel altivo recodo, señalando con su poderosa mano extendida el increíble
paisaje que se desplegó ante mi contraída mirada, recordándome que aquella riojana
serranía, reseca e infernal, pronto se convertiría en el vergel con el que me
encontré un otoño anterior. Aquel otoño que decidí cambiar las montañas de
carpetas repletas de papeles, las eternas reuniones a deshoras, el impagable
estrés de un horario laboral permanente y esclavizado. Aquel otoño en que abrí sinceros
los ojos por primera vez en mi vida.
Inmensos, como en ese preciso momento, en que
la azada pareció perder su peso, el sudor dejó de manar nervioso por mi rostro,
y ya los ruidos de mi estómago fueron una parte más del mundo... ¡de mi mundo!... ¡de
nuestro mundo!
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