lunes, 24 de noviembre de 2014

TIEMPO DE RENCOR ( Capítulo 2 - Novela terminada)


C A P Í T U L O - Nº 2

La misma brisa que traía el olor intenso del Laínz desde los negros acantilados de la parte norte alejaba los gritos ahogados de once jovencitas por los frondosos y abruptos acantilados de la parte sur. En el interior de la vivienda se recogía toda esa fragancia durante gran parte del año, al igual que las penurias silenciadas de un grupo de chicas, de distintas partes del mundo, que habían sido traídas por la fuerza hasta aquella atalaya desde donde se divisaba una de la puesta de sol más hermosa. -“Thao sy”- llamaban a aquel punto estratégico en la menor de las islas de Japón.

Khaninkotan, en el archipiélago de Hokkaido, se levanta seiscientos metros sobre el nivel del mar para acercar su belleza a un cielo azul radiante casi todo el año. 

“¿Qué sucia y perversa mente podría elegir este hermoso lugar para utilizarlo en la peor de las prácticas de la que el ser humano puede ser capaz?” “¿Quién podría estar detrás de tan bajos instintos y tener el privilegio de disfrutar de unos paisajes de tan inmensa belleza?”

El jardín estaba situado en la parte posterior de la casa, hacia el oeste, las mejores vistas y atardeceres se disfrutaban entre sus flores, sus negras piedras y sus tranquilos estanques llenos de coloridos peces. Un estrecho porche elevado ayuda a divisar, desde varias mecedoras con más calma y sosiego, el mar donde muere un enorme sol cada tarde. El mismo sol que obligatoriamente tenía que iluminar las horrendas escenas diarias que se producían en las estancias que rodeaban aquel maravilloso jardín.

Una única y estrecha carretera de tierra daba acceso desde los límites de la hacienda, a seis kilómetros de distancia, donde muy pocas personas tenían permiso de transitar incluso por sus alrededores. La mayor parte del año era utilizada por pequeños y solitarios vehículos de abastecimiento, cuando dos o más vehículos de alta gama circulaban por ella solo podían traer más calamidades a las únicas criaturas que no disfrutaban para nada lo que aquella hermosa tierra desplegaba a diestro y siniestro. Sus ojos solo veían viejos decrépitos, sádicos borrachos y oscuridad.

Cuando llegaban los convoyes de coches de lujo los habitantes de los alrededores sabían que era tiempo de bonanza ya que los mejores pescados, carnes y otros alimentos de la pequeña isla terminaban en la casa en lo alto del Thao sy. Eran los únicos que esperaban con ansia y alegría el paso de esos lujosos coches hacia la zona alta de la isla, porque no eran sus hijas, nietas o hermanas las que cuando oían más de un vehículo en la entrada de la casa comenzaban, espontáneamente, a temblar de forma nerviosa.

El 2 de noviembre de 2008 los habitantes de Khanintokan estaban muy contentos, más que de costumbre. Siete vehículos entre “Mercedes” “BMW’s” y “Audis” habían dejado las tiendas vacías y se dirigían carretera arriba. El miedo de las once criaturas, con tanto motor rugiendo, debía de estar en el peor de los niveles. No era común una reunión tan masiva pero la ocasión requería la presencia de toda la escoria japonesa, ese día, en ese lugar. En esta ocasión la reunión no era sólo de placer.

Mahaao se bajó de su Mercedes con cara de pocos amigos, las últimas veces que había estado en aquella cima su rostro reflejaba un sentimiento muy distinto. Mirando hacia su coche señaló con la mano el portabultos y dos criados, que esperaban desde hacía horas, sacaron varios maletines negros de su interior. Mientras llegaban hasta él con sendos paquetes se entretuvo, con el rabillo del ojo, en observar que la cortina de la estancia del primer piso se movía hacia la parte izquierda, confirmando que quienes le esperaban estaban ansiosos por su llegada.

“Nada bueno traerían aquellas prisas”, pensó.

Sucesor en la lista de los grandes jefes del anterior nº 1 acribillado en plena calle por una prostituta, se jactaba, en privado y en público, de no haber pisado una cárcel en sus veintiocho años de vida, aún a sabiendas de que había pasado ya por todas las escalas criminales que los departamentos de policía de cualquier país exponían en sus paredes para ostentación de delitos, presumiblemente, retirados de sus calles. Alguien así no había eludido a la justicia por escapársele algún detalle.

Por el lado del copiloto se incorporó otro rostro conocido en la casa. Aunque no siempre bienvenido pero, por desgracia para el mundo, necesario para los intereses sucios e inhumanos que en breves instantes le serían comunicados. Surino Morales, un filipino expulsado de su país por una larga lista de delitos contra todo lo que se moviese y tuviera vida, se colocaba los bajos del pantalón mientras hacía una señal a los que desde los otros coches seguían bajando e incorporándose a tamaña reunión.

Volviendo a comprobar, esta vez directamente, que desde el primer piso la cortina había vuelto a su sitio, ordenó, con un gesto de la mano, que entraran todos en la casa. Su expresividad verbal no destacaba entre sus cualidades, éstas requerían siempre de un acompañamiento metálico, y no precisamente musical, aunque sí ruidoso.

Los dos criados que observaban como el último de los visitantes entraba en la casa se apresuraron a aparcar ordenadamente los carísimos vehículos. De mayor a menor en la escala de caballaje. ya que su jefe, que volvía a retirar la cortina para poder ver toda la parte exterior, esperaba siempre a que todo estuviera en orden para hacer acto de presencia. Al finalizar, ambos criados asintiendo repetidamente con la cabeza, se quedaron mirando hacia un ventanal ya vacío.

La puerta principal daba acceso a un amplio salón sin muchos alardes. Aunque la casa estaba equipada con la tecnología más avanzada los muebles que decoraban todas las estancias reflejaban todo lo contrario. En el centro del salón una enorme y antigua escalera lo comunicaba con el primer piso. Detrás de la misma un estrecho ascensor aliviaba las subidas y bajadas de tres ancianos decrépitos, carcomidos y lascivos que aguardaban ya en un despacho anexo al propio salón, el cual tenía su propio elevador y la única manera de llegar hasta la segunda planta. 

Los escasos escalones que había en la casa eran los de la entrada y los de la suntuosa escalera central, el resto estaba dominado por largas rampas, aliviaderos de los escasos movimientos de sus libres propietarios.

Desde el centro del salón dos sonrientes doncellas, señalando hacia el despacho, dirigieron hacia adentro a los numerosos invitados, tres de los cuales se tuvieron que quedar, de pie, en la misma entrada.

Gentes acostumbradas a parlotear de manera soez y descarada, elevando sus voces habitualmente hasta que todo bicho viviente se percatara de su presencia, no habían pronunciado una sola palabra desde que los coches enfilaron los últimos cien metros del estrecho camino de tierra. Los tres ancianos imponían un oscuro respeto a aquella pléyade de bárbaros de estilo moderno, más allá del miedo y las propias costumbres orientales. Tres décadas al frente de la peor y más sanguinaria Yakuza Japonesa, los habían convertido en las personas más temidas que nadie quisiera encontrase delante jamás. 

Quien de los tres jefes se mantenía aún a trompicones de pie invitó, con un energético movimiento del brazo, a Mahaao a Surino y a otros cuatro a tomar asiento, no sin antes indicar con un gesto a las dos doncellas que se retiraran.

Quien a vista de todos parecía el más perjudicado por la edad, sentado en su moderna y mecanizada silla de ruedas, seguía observando por la ventana como los dos criados continuaban mirando hacia la casa desde el lateral del jardín y también podía ver el último coche alineado según su obsesivo criterio.

- ¿Dónde están las fotos? - dijo el tercero de ellos, sentado detrás del escritorio, y quien parecía querer llevar la batuta en la reunión. 

Mahaao, con una sincronía digna de un trilero, introdujo la contraseña en los códigos de seguridad del maletín que reposaba ya en su regazo a fin de sacar de su interior tres sobres grandes de color hueso y dejarlos sin decir una palabra delante del que los había solicitado. Los otros dos vejestorios seguían, uno desde la ventana y otro de pie junto a una bella figura de porcelana, toda la escena con sumo interés. 

En el interior de los tres sobres estaban las fotografías de tres personas. Tres americanos. Tom Gutman, sargento primero retirado, quien en 1945 era cabo primero de cubierta en el USS Missouri.Tacker Del Rio, sargento de aviación retirado e instructor de pilotos en Agosto de 1945, y el brigada del ejército de la reserva nacional retirado, cabo raso de infantería en 1945, John Dee Hoornes, quienes, en la citada fecha, obligaron a Shiiro Napo, soldado raso del ejército imperial japonés, ahora en silla de ruedas – Naturo Hai, soldado raso asistente de cámara del Comandante en Jefe Yoshijiro Umezu, con noventa y dos años y todavía con un resquicio de fuerza en sus piernas – y Min Dao Haruto, soldado de primera en 1945, de madre china y aferrado al recuerdo que las fotos que tenía delante le estaban reconcomiendo por dentro en aquel mismo instante, y a otros tres militares japoneses, a vivir y sufrir uno de los acontecimientos más humillantes y clave en la historia del siglo XX. 

Dichas fotos verificaban que los tres americanos se habían convertido en tres vejestorios igualmente, lo cual no le reconfortaba en nada el ánimo como la prueba irrefutable de que aún continuaban vivos.

Mr. Haruto, como le llamaba toda la élite de jefes de Yakuzas enemigas de medio Japón, levantó con la mano izquierda los tres sobres a sabiendas que alguno de los que permanecían de pie en la entrada se acercaría a cogerlos y que los alcanzaría a los otros dos jefes que, con cara de impaciencia, los miraban fijamente.

Sin darse cuenta que mantenía todavía el maletín abierto en su regazo observaba las caras de los ancianos, quienes, sin ningún aspaviento ni reniegos, miraban atentamente las fotografías. Después de pasar los últimos nueve meses en un país extranjero donde maldecir, imprecar y maltratar verbalmente todo cuanto se ponía ante ellos era lo común, observar los rostros de quienes estaban rememorando unos profundos y duros recuerdos que les producían las imágenes que tenían en sus manos en el silencio más absoluto, reconfortaba ligeramente, bajo la tensión del momento, su ánimo.

Un japonés, aunque hablase perfectamente inglés, buscando información sobre tres americanos en los ayuntamientos y registros de pequeños pueblos del centro de Norteamérica, destacaba más que un macarrón en un plato de caviar. Su eficiencia en el trabajo realizado pasó por llevarse a la única extranjera que residía en la casa y que no era violada, maltratada, vejada o encerrada en las estancias de la segunda planta. 

Christine Blood, súbdita inglesa que mantenía el orden entre las chicas retenidas a base de más maltrato y quien también, de cuando en cuando, servía directamente a los tres ancianos de forma más implícita en sus “negocios”.

-¿Y lo demás? – Espetó, Mr. Haruto, quebrando un silencio insoportablemente desapacible.

Ya con el maletín negro cerrado y colocado junto al otro cogió el más nuevo y volvió a reproducir, con igual habilidad, la apertura de éste. En esta ocasión no fueron sobres lo que extrajo de su interior sino cuatro fundas de plástico transparentes por el anverso cuyo interior estaba, también, lleno de fotos y documentos de otras cuatro personas y de otros cuatro lugares de la América profunda.

Las personas que aparecían en dichas fotos ya no estaban entre los vivos, sus cuerpos masacrados y en algunas de aquellas fotografías quemados incluso, esta vez sí lograron arrancar de los rostros enjutos de los tres ancianos una mueca en la que podría advertirse un asomo de satisfacción, contenida, pero puro deleite a lo sumo. Incluso como para poder distraer de su obsesiva manía de mover la dichosa cortina del viejo Napo.

Aunque las imágenes de aquellos cuerpos torturados hasta la muerte no podrían ayudar a que sus propias madres les reconocieran como hijos suyos, en los rostros de los tres viejos se percibía su aprobación a la verdadera identidad de aquellas deformes masas de carne, pelos y sangre enmarañados. Sabían que Mahaao no les entregaría nunca nada que no fuera, hasta la última de las consecuencias, verás ya que él mismo salía en todas y cada una de las fotos mostradas a sabiendas de que se inculpaba en todas y cada una de aquellas muertes que había producido a unas personas que no conocía absolutamente de nada.

El único que estaba siempre al acecho y pendiente de que cometiera un error era Surino, pero con aquellas pruebas en las manos podía seguir esperando una oportunidad por largo tiempo. 

Mr. Haruto continuó revisando la información que había a cerca de los tres americanos. Habían pasado ya seis décadas pero recordaba sus caras perfectamente, las tenía grabadas a fuego y nunca mejor dicho.

También recordaba a sus tres compañeros, ya fallecidos, que padecieron aquella terrible ignominia junto a ellos sesenta y tres años antes. Recordaba muy bien sus nombres: el ayudante de cocina, de 17 años, Hiroshi Muto, Mirusho Tunkao artillero de primera en el acorazado Yamato y Kio. Cada jodida noche pensaba en Kio. Ellos no pudieron llegar hasta este instante pero él estaba allí, aún vivo, y lo haría también en su nombre.

En nombre de los únicos seis militares del ejército imperial japonés que sufrieron, por partida doble, una deshonrosa y fatídica humillación aquel mes de septiembre seis décadas atrás. 

En el sobre de Del Rio constaba un informe de su extensa familia. Natural del centro oeste, se había alistado en el ejército en julio de 1945, casi dos meses antes de la rendición de Japón. Su rápido nombramiento en el cargo de sargento fue motivado por su gran experiencia como piloto a las órdenes de su padre fumigando las numerosas tierras de su familia en el frondoso Estado de Kentucky. Ni siquiera había llegado a combatir. 

Llegó, ascendió y jodió todo lo rápido y cruelmente que pudo. 

El informe confirmaba que tenía, vivos aún, seis hijas y dos hijos, otros dos, comprobó con satisfacción, habían perdido la vida en Vietnam. Los varones que seguían vivos también pertenecían al ejército de los Estados Unidos y cumplían destino en Afganistán e Irak en la actualidad. Y no pudo por menos que pensar que si sus carreras militares eran tan agraciadas como la de su padre se merecían lo que les aguardaba. 

En el silencio de la estancia sólo se oía el volteo repetitivo de las fotos en manos del viejo Napo, todo lo que cogía en su poder lo convertía en una acción machacona y compulsiva. “La cortina, los coches, las fotos, los arañazos” Y también era el que más ganas tenía de iniciar los planes que estaban a punto de comunicar a todos.

Mahaao había asesinado, extorsionado, golpeado y arruinado la vida a todo aquel que señalaron los tres viejos en el último año. Pero esto era diferente, sentía que era un odio extrañamente íntimo, que las personas que aparecían en las fotos ya eran cadáveres vivientes, pero lo que no se podía ni imaginar era como iban a llegar a ese estado. 

Por lo que había tenido que hacer en los últimos nueve meses, le obsequiaron ante todos con un magnífico reloj de pulsera, con uno de esos regalos a los que un hombre no se podría resistir y menos, entregado delante de los suyos, confirmando así su liderazgo y supremacía sobre el grupo. Incluso sobre Surino.

Siendo los jefes como eran el agasajo duró lo que ellos estimaron, como todo.

-Podéis salir – Dijo Mr. Haruto, haciendo el mínimo de los esfuerzos. No hacía falta más, el silencio era tal que hasta la cocinera ya estaba preparando su exquisito té de rosas. Todos salieron tras Mahaao hacia el jardín de entrada menos Surino que se dirigió al servicio donde apenas pudo llegar teniendo luego que humedecer los pantalones donde se le habían escapado unas gotas. El sometimiento era tal que preferían mearse encima que abrir la boca a destiempo ante los tres viejos. Sabía que si no se le preguntaba directamente no valía la pena hablar, era lo mejor sin duda alguna. Todo el mundo tiene siempre a alguien por encima al que dar explicaciones, inclusive aquella panda de asesinos, secuestradores y extorsionadores que ante tres miserables viejos, anacrónicos y visiblemente perjudicados físicamente, se cagaban de miedo aún sin pronunciar una palabra. 

Fuera, el resto aprovecho para fumar lo más alejado posible de la casa, contra el viento, casi al borde del acantilado sur donde el humo se alejaría de la casa. 

Desde allí se veía, a unos ciento setenta metros, el helipuerto junto a la carretera donde aterrizaba el aparato que trasladaba a los jefes en contadas ocasiones hasta la capital y también desde donde se veían las tres únicas ventanas en la segunda planta que permanecían cerradas todo el año. Estaban casi en el punto medio entre las habitaciones del piso superior y el pequeño helipuerto. Doscientos diez metros exactos, distancia suficiente para oír aterrizar la única vía de escape de aquella cruel tortura. Nadie podía imaginar que entre las once cautivas estaba Linda, quien con sólo quince años obtuvo el carnet de pilotos de helicópteros con los mayores honores, en Burban Irlanda, hacía ya doce años. 

Desgraciadamente los dos últimos los estaba pasando recluida, vejada y víctima de su compulsivo-obsesivo torturador, lo que demostraban los múltiples arañazos que tenía en casi todo su cuerpo.


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