lunes, 23 de junio de 2014

De camino a casa (relato corto)

Nada más salir del taller donde trabajo, en jornada partida unas diez y doce horas diarias, hay una carretera muy bulliciosa. Sobre todo en hora punta, cuando los jovencísimos estudiantes van o vienen a sus clases escolares. El trasiego es continuo. Un lugar ideal para tener un negocio de arreglo de coches.

Desde hace dos meses, la circundan enormes camiones que trasladan los escombros de los arreglos de la casa vecina. La casa de Doña Patricia. Está en reformas desde entonces, y el ruido es insoportable. Todavía recuerdo su cara de enfado cuando entré a trabajar el primer día al taller. Al principio no sabía el por qué de esa expresión tan irritada, imaginando que pudiera ser por no ir a comprar mi desayuno a su pequeña tienda de la planta baja. Al cabo del tiempo deduje que ese no era el motivo de su enojo, ya que ni siendo cliente cambiaba su perpetua mueca hacia mí. Más tarde entendí que era de esas mujeres recias que consideran que los hombres sólo son hombres si van bien rasurados y con el pelo corto. Ni haciéndome una coleta conseguí cambiar su indomable gesto. Todos decían que era rica, aunque yo no lo consideraba así, ya que pienso que un rico es rico porque gasta mucho dinero y si un rico no gasta nada es por que verdaderamente lo que es, es un avaro. Todo el día con aquel saco de colores encima, donde se acomodaban como podían al menos treinta kilos de grasa. Menuda sorpresa se debieron llevar sus nietos cuando fueron a tirar el colchón donde descansaba su inefable carácter, tras su muerte hace dos meses, al descubrir que allí escondía su cicatera riqueza.

Tras cruzar, evitando ser atropellado en esa carretera tan ajetreada, mi camino a casa pasa por un paseo interior, de unos doscientos metros, que está rodeado por unos treinta bajos bloques de viviendas. Ahora recuerdo cuando ese mismo paseo lo hacía entre las plataneras de la desaparecida finca de Don Facundo. El mismo que roneaba a Doña Patricia cuando era joven, cuando no debía haber asumido aún su huraño carácter hacia los hombres. Quizás fuera él el motivo de ese cambio, ¿quién sabe?.

El suelo de loseta del paseo ya comienza a cuartearse, haciendo que los juegos de los críos con sus bicicletas, sean un peligro en ciernes. Casi tanto como lo era atravesar la convertida Finca sorteando los peligrosos dientes de sus eficaces vigilantes, a los que Don Facundo pusiera por nombre: Muerte, Rabia y Linda. Ahora me hacen reír, pero veinte años atrás, mis atropelladas carreras para esquivarlos, eran las que debían hacer carcajearse a su dueño.

Al final del paseo hay un trozo del sendero original, donde mis pies notan el calor de la tierra. Un ligero repecho rodeado de antiguos enormes árboles, frondosos hasta donde alcanza mi memoria. Sólo uno continúa reseco como cuando era niño. Ese en el que, Mario, Jacinto y yo mismo, colgamos una vez un rabioso gato que tenía, como un malencarado asaltador de caminos, apropiados bajo su feudo, todos los alrededores de la Finca. Todavía está la cuerda con el nudo donde se retorció durante aquellos inacabables minutos, mientras los tres celebrábamos nuestra gesta. Negro como la noche, de mirada intensamente penetrante y unas enormes y afiladas garras, que debieron de ser protagonistas de las pesadillas de más de uno por aquel entonces.

Ahora me da pena ver el nudo de su horca atrapar esa rama con la misma fuerza con la que, coléricos, lo anudamos antes de dejar su inerte cuerpo balancearse durante días. Aferrándose de por vida, recordándome, a diario, cual había sido su definitiva suerte.

He dejado atrás el cadalso y comienzo la ascensión por un recién estrenado camino de piedra hasta la carretera principal, sorteando cuidados y hermosos jardines y placidas zonas de césped, mientras mi cerebro aún sigue recordando los kamikazes ojos verdes del difunto felino.

Brotan en mi frente las primeras gotas de sudor, cuando alcanzo, tras atravesar un escueto pasillo entre dos casas nuevas, la acera de la Avenida del Sol Naciente, antes llamada con el nombre de algún militar que nadie vio jamás por estas tierras. La carretera de kilómetro y medio de longitud, arteria importante e inevitable de la ciudad tiempo atrás, está llena de locales, tiendas y pequeños bares atestados de gente. Es la hora del almuerzo y los trabajadores de la zona la transitan con premura e intransigente expresión de agotadora falta de tiempo. Recuerdo cuando era atravesada por diminutos autobuses sin puertas que dejaban a su paso polvorientas nubes de tierra y saltar sobre ellos, eludiendo la férrea mirada del chofer, para evitar la aburrida caminata hasta nuestro barrio.

En esos mismos bares, la vida parece no haber transcurrido. Sólo han cambiado su aspecto exterior y los dueños, imagino. Por lo demás, siempre pululan sus entradas los hijos de los hijos de los antaños moradores. A la mitad de la Avenida, ahora se han construido una serie de institutos de enseñanza secundaria. Esas que abastecen los autobuses de críos molestos en las dichosas horas punta del día, motivo por el cual camino de regreso a casa.

Muchas veces me impacienta recorrer todo éste trayecto hasta llegar a la vieja casa abandonada donde culmina la Avenida. No hay árboles, ni bancos donde hacer una parada. No como antes, que fluían por doquier. Llenos de viejitos hablando de sus mejores tiempos, y amas de casa en espera del regreso de los niños del cole. La casa abandonada también tiene su vieja historia de tiempos mejores, cuando la familia de la pobre Anita, dominaba el territorio de plantaciones alrededor de ella. Y digo pobre, porque su falta de visión la obligaba a permanecer pensativamente a solas en el gran balcón exterior de la casona, que ahora parece querer venirse abajo irremediablemente.

Dejo atrás la casa de Anita,  el sol continúa abrasándome la cara y provocando enormes gotones de pura agua salina. Voy, aproximadamente,  por la mitad de mi recorrido diario. Ahora atravesaré el lugar donde pasé los mejores años de mi vida. Los ochocientos metros mejor utilizados por nadie en este mundo. Aquí mismo, donde mis pies piden un pequeño descanso, sacamos del armario a Fernandito. Insistentes, insidiosos y hartos de sus amaneramientos escondidos, le demostramos que lo de él con la chicas era puro rechazo visceral. Recuerdo que después nos arrepentimos, ya que una vez cerrada esa puerta, sus intentos de acoso a los que éramos sus amigos, bien pesados que eran. Por lo cual tuvimos que rodearlo otra vez para explicarle que en aquella pandilla no cabían sentimentalismos que pudieran con nuestra “violenta” rebeldía de adolescentes hirvientes de testosterona. Menos mal que lo entendió, así le evitamos más traumas en su vida.

Palpando mi sudorosa calva, me acuerdo de las peleas entre las dos bandas rivales, instituidas a fuego, a pedrada limpia. Las cicatrices de mi cabeza son la prueba evidente y testimonial de que la guerra entre nosotros era una cosa seria. ¡De la que se libró Fernandito!.

Todavía insiste mi cabeza en recordar cuantas de aquellas riñas ganamos, cuando sobrepaso la estrecha travesía de agua amurallada por donde solíamos ir hasta la playa. Allí donde urdimos nuestras mejores emboscadas y donde nos quebramos tantos huesos al escapar de las suyas.

Voy por la mitad, por el parque donde dí mi primer beso a alguien que no fuera de mi familia. Se llamaba Rocío, alta y delgada como mandaban los cánones por mi escritos en aquella época. De cara rosada, piel blanca y labios encarnados, casi tanto como mi rostro al verla aparecer antes de decidirme a decirla cuanto la amaba. Mi primer amor, mi primer de todo con las mujeres. Tuve que aprender a cambiar mi camino si quería ir a la playa con Rocio. Y a defenderla a capa y espada cuando estaba sólo y a la banda rival eso le daba igual. Fueron las peores cicatrices, pero los mejores momentos que recuerdo.

Rocío se quedó atrás, como atrás dejo ahora la travesía de agua amurallada. El camino sigue, igual que en todos los aspectos de la vida. Además, después de romper ella cambio de bando, y yo nunca hubiera transigido con tal cosa. La sangre derramada era más importante.

Ya veo mi casa, me queda apenas un tercio del recorrido y ya vuelvo a pensar en mi mujer. Allí donde vivía con su familia, que ahora es la mía, y donde me la tropecé un día de sol intenso como hoy. Si, digo tropecé, porque casi nos vamos los dos al suelo al llegar corriendo, desde direcciones distintas, a la esquina que vio nacer nuestro amor. “Morenos cabellos, morena de piel, labios carnosos y risueña nobles”. Esas fueron mis primeras palabras escritas a Penelope, lo recuerdo como si fuera hoy. Riéndose desde el suelo con el trasero raspado por las piedras tras caernos.

Este es su barrio de siempre, colindante con el mío. Donde recorrimos todas sus sombras huyendo de los ojos de sus hermanos mayores.

Aquí me hice hombre, al pie de estas laderas le pregunté si quería pasar el resto de su vida con un melenas aprendiz de mecánico. Donde ella dijo sí, y a mí casi me da un vahído, ansiando su respuesta.

Aquí, donde ya la veo en la entrada de la casa esperándome, como cada día. Donde la saludo, alzando mi mano hasta donde puedo llegar, como cada día. Dónde termina mi recorrido diario, como cada día. En sus brazos, en sus besos, en su noble sonrisa.

Y tras mi último recorrido hasta casa, sólo pienso en desatar ese maldito nudo…. pero mañana.

No hay comentarios:

Publicar un comentario