Aquel cedro junto al río siempre fue motivo de disputa. Entre unos y otros quisieron mandar en su sombra, y los extensos campos albergaron motivos, para que fuera lecho, hogar y cuna. Aquel árbol longevo de olor rezumado, de ahuyentador taño e ímpetu armado. Moción de enojos enfrentados, acaecidos por su estratégica morada, junto al agua, bien alto, cara al viento y taimado.
Entre
dos pueblos bien distintos, de montaña y de llano, aire fresco y calorcito, mirándose
sin agrado. Valedor de riñas, de extenso camino, de distintas posturas y pecados
reconocidos; nunca exento, ni girado, siempre digno y enfrentado. De ineludible
paso a las aguas y al descanso sincero, incitador de sueños, bajo su escudo guerrero.
Aquel
que propició docenas de plenos y cientos de fiestas, aquel que se uso siempre
como argumento en cuestiones molestas. De mandatarios huraños, crecidos de astucias
y de cientos de escritos por valor de los años. Placebo de amantes incrustados
en su piel, de tantas mordidas evidenciando vejez.
Ese
árbol gritando una ayuda, encontró en una niña de infante ternura, un aliado,
un compañero, un abrigo, una mano, que pusiera en su ceno un sentido aclarado. Preguntando
a unos, cuestionando a otros, si sus nombres estaban grabados en su tronco
perfecto, de recio bagaje, desde tiempos remotos. Cual era el sentido, si habían
sentimientos, cuales los motivos o eran promesas al viento.
Malencarado
el ridículo quehacer de los pueblos por la impronta de la jovenzuela, los
rubores calmaron de pronto, junto a antaños enojos y las arraigadas secuelas. Postulando
un acuerdo entre ambas partes, reclamando al corazón de los pueblos sus artes,
para complacer por fin el destino de un Rey, un convenio, una alianza, que
dejara a la naturaleza regir por su Ley.
Aquel
cedro junto al río, aquel monolito de simple belleza, aquel que albergó las
esperanzas de tantos, aquel que reinó, tranquilo, nuestra nobleza.
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