Como
explicarle a alguien que no ha vivido en un barrio, qué se siente, cómo se vive
su indomable espíritu, cuales son sus virtudes o sus preciosas y simples
historias. Siento que explicarlo nunca será tan intenso como vivir su
convulsiva y ritual armonía. Veinte años dedicados a pulular por sus comunitarios
inmuebles, sus espacios olvidados donde se refugia el antaño bosque, las zonas
donde se esparcen las extensas charlas, ermitaña crítica, de sus moradores, han
dado sentido a mi forma de ver la vida fuera de sus fronteras.
Todavía,
en el confort de mi dormitorio tipo suite y domotizado, busco las historias que
atravesaban las delgadas paredes de mi insignificante cuarto, en el inquietante
contexto de aquel bloque de ladrillo purpúreo. Con mis brazos extendidos
intento palpar aquella mesita de noche, cámara acorazada de mis valiosas
posesiones. O sentir el olor de las esquinas humeantes donde escurridizas aves
nocturnas intentaban aplacar los inviernos. El rumor insaciable de riñas
familiares, las amargas serenatas buscando
el perdón de amores perdidos.
Y
sus límites: como explicar la desapacible sensación de atravesar una ficticia
línea que te dejaba expuesto a expensas de la idiosincrasia del barrio vecino.
Como eludir ese etéreo campo de fuerza que notabas en las entrañas.
Sus
intensos e interminables días, las insomnitas noches evaluando lo vivido y lo
que restaba por vivir, como una descomunal hambruna insaciable. Creador de
leyendas vivas, como Robines o Barbas negras atormentando o anhelando sus mismos
criterios. Sus paseos de llantos por prematuras muertes o sus languidecidas
despedidas a sus decanos más sabios.
El
calor de los veranos prometiendo días felices y eternos a los ojos de precoces
adolescentes hostigados por la fuerza de su guía, su impertérrito rumbo.
Nada
tuve jamás tan claro como el sentido fugaz de los olores que emanaban de los
quehaceres de sus habitantes, entremezclándose aromas de caldos, barbacoas y
bares un sábado cualquiera. Uno de aquellos sábados en los que estábamos
exentos de pelear por una educación, una formación que nos permitiera mejorar
fuera del barrio, aun echándolo tanto de menos como ahora.
En
definitiva, un barrio es tan grande o tan pequeño como la edad en que nos
sorprenda, los amigos que te esquiven o las adversidades que te persigan.
Por
eso, en la majestad de esta aula de esta magna universidad, en la sobriedad de
esta grada llena de jóvenes talentos, les propongo: que cuando empuñen un lápiz,
una pluma, un pincel, dejen bajar todos esos sentimientos vividos, por sus
brazos, hasta la mano y los dedos. Y que en cada proyecto que emprendan no desoigan
recuerdos tan sinceros como los que me produjeron vivir en un barrio.
Hasta
la próxima clase.
Buenos días.
Buenos días.
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