Hoy, por fin, me he decidido a contarles a mis hijos el por qué de mi fobia a los gatos. Y no porque me apetezca, pero están hartos de verme cruzar la calle cada vez que me encuentro con uno de esos sigilosos fantasmas nocturnos, mientras ellos los miran con caritas compasivas.
Los
he sentado alrededor de la mesa pequeña de la cocina. Me ha parecido más
apropiado estar más juntos cuando les explique lo que tanto me aterra, aunque
con el paso del tiempo creo que se ha llegado a convertir en mutuo odio. Pongo
unos vasos de leche y algo para picar, aunque la historia no es demasiado
larga, en verdad. Ambos me miran atentos con ojos interesados. No se lo pueden
creer, después de tantos años, poder solventar una duda que, por su forma de
mirarme, debe de ser para ellos como el tan escurridizo Boson de Higgs.
-Bueno-
les digo, receloso aún de exponer abiertamente cuestiones que para mi originan
siempre reticencia. – cuando tenía aproximadamente seis años, vuestros abuelos
ya conocían muy bien mi aprensión a las agujas hipodérmicas, cuestión
lógicamente entendible en una criatura de esa edad, pero que para ellos se convertía
en un suplicio cada vez que debían llevarme a una casa vecina, donde vivía una
señora de unos cincuenta y cinco años, pelo gris y mil arrugas, llamada Doña
Adela, practicante del único Hospital de por aquel entonces. Así llamábamos
antes a las “pinchaculos”-.
La
sonrisa en los rostros de mis hijos calma un poco mi tensión arterial, que
va como siempre a su bola. Pero sólo un
poco.
-después
de arreglar al niño, abrigándolo hasta casi asfixiarlo, salimos a la calle. Día
feo, muchas nubes, con un viento que helaba la cara: la única zona que no me
habían envuelto. La calle donde vivíamos la cruzaba una carretera de tierra de
un solo sentido, donde los numerosos coches que se acumulaban a primeras horas
de la mañana estaban obligados a utilizar si querían salir del barrio, dejando
uno tras otro una estela de polvo, al que yo tan alérgico era. “De ahí mi
visita a Doña Adela”.
La
mano de mi madre tapaba mi boca y mi nariz, no así los ojos con los que pude
ver un enorme gato en la acera de enfrente. Ambos me llevaban cogido uno de
cada mano… crucificado, para que no me soltase cuando enfilásemos hacía la casa
de la “pinchaculos”-
Mis
hijos se parten de risa, mientras mi mente me sitúa, como dos pistoleros a
punto de batir en duelo, ante aquel gato callejero, casi cincuenta años atrás.
-fuertemente
agarrado por si me soltaba cuando tomáramos la dirección que sabían que me
provocaban pequeños-grandes arrebatos, tirando de ellos en la dirección
contraria, intentamos cruzar la calle.
Entre
los intervalos de los coches que no cesaban de pasar, confirmé que aquel gato
iría a por mí en cuando pusiéramos un pie en la acera contraria. Incluso entre
las nubes de polvo podía ver como sus ojos color canica, no dejaban de
advertirme que hoy yo era su presa.
Mi
arrebato fue apocalíptico, mis ojos se movían entre mi padre y mi madre casi
fuera de sus órbitas, era lo único que se me veía con la boca y la nariz
tapada. Tiré de ellos con todas mis fuerzas, y mis padres al contrario hacia la
casa de Doña Adela. “mis padres debían pensar qué o me arrastraban o hoy no
llegaban al trabajo”.
Arrastrado
hacia el gato, entre la polvareda, con cara de loco, el felino se abalanzó
sobre la pieza que le llevaban en bandeja y con los brazos amarrados. Fue el
único sitio que encontró para clavar sus uñas, el único expuesto a sus zarpas,
la frente, arañando tanto como pudo hasta que mi padre me lo quitó de encima,
lanzándolo por los aires hasta una rampa de garaje en construcción.
Carreras
hacia casa, curas en la frente, liberado de las toneladas de ropa y yo, acojonado, recordando los ojos de
asesino del gato y con los brazos enrojecido de la refriega con los que me
querían entregar en sus garras.
Encima
ese día no me libre de la “pinchaculos”. Ración doble de Anti-tétanos y otra fobia
para toda la vida.
Mis
hijos me comprenden con la mirada. Así lo siento. Incluso palmean el dorso de
mi mano antes de decirme, mi hija de cinco años mirando a su hermanito de tres.
–Papí, ¿podemos tener un gatito?-
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