lunes, 26 de mayo de 2014

Mi primera revelación (relato corto)

“Ayer tuve una revelación”. Comenzó, como empiezan estas cosas, sutilmente. Abriéndose paso sin alardes, sin desmanes ni malabares. No soy de los que creen en esas cuestiones, pero cuando algo se te planta delante sin dejarte que puedas esquivarlo, es imposible negarlo. Toda mi vida me he definido como agnóstico.  No creyente en medias verdades que sólo quedan pendientes a la valoración de tu capacidad de fe.

Dicho esto, las señales que empezaron de buena mañana, no las pude eludir. Eran tan reales, como las manos temblorosas que tengo ante mí. Era imposible no fijarse en como aquel rayo de sol se abrió paso por entre las plomizas nubes que despedían la noche, anunciando un frío día. Esquivando las hojas y ramas del viejo cedro hasta atravesar los círculos ociosos y vacíos de la  cortina de la cocina, hasta iluminar, única y exclusivamente, mi taza de café matutina, evitando el sándwich de choped, el depósito dosificador del azúcar, las magdalenas o las gafas de sol, tan innecesarias ayer. Parecía un foco que buscase al protagonista de la escena, de esa escena en la que yo era su único espectador.

Karla no se percató de lo que yo estaba asumiendo, aquello que entendí que intentaba decirme algo. Esa fue la primera señal.

Aquel rayo de sol parecía perseguirme mientras llevaba a la guardería a los niños. Tras despedirme de Karla, sin comentarle nada más que la confirmada hora en que nos veríamos por la tarde, recorrí los ocho kilómetros que nos separaban del cole, observando como aquel extraño rayo de luz se posaba sobre la falda de Carlota, jugueteando entre sus zapatitos y su mochila “Hello Kitty “.

La segunda señal la reconocí al instante. Cómo no darme cuenta de ello. Cómo puedes dispensar el enorme beso de despedida de tus hijos al dejarlos al pie de la entrada de la escuela infantil. Ese beso estampado, moviendo la cabeza de lado a lado para imprimir un énfasis que sólo los niños pueden provocar, acompañado de un espontáneo abrazo interminable. Cómo para no darse cuenta de ello un lunes por la mañana. Dejándome, irremediablemente, absorto mientras se dirigían a la entrada principal, mientras eran perseguidos por aquella extraña irradiación que parecía ya parte de nuestras vidas.

Y lo seguía observando, en el ya vacío asiento del copiloto, mientras me dirigía al trabajo. Al llegar allí, se me mostró la tercera señal. Esta vez inmensa, tanto, como el espacio de mi aparcamiento reservado en el parking de la empresa donde trabajo. El mismo parking que, irremediable y  descaradamente, siempre estaba ocupado por el coche de Sergio, mi jefe directo. Ahora, el único que estaba iluminado y sólo para mí. Un lunes.

El día fue duro, casi tanto como la noche anterior para acabar el proyecto que tranquilizara a nuestro director después de meter la pata con los suizos. Agobiante, angustioso. Lo único que evitaba caerme rendido sobre mi escritorio, era pensar que al día siguiente comenzaban las vacaciones. Ese treinta y uno de julio tan especial, doblemente hoy.

Así de agotado acometí las ocho horas de trabajo, hasta las cinco de la tarde. Cuando por fin, la sonrisa regresó a mi rostro al mirar de reojo el personalizado reloj de mi despacho. Aquel reloj en forma de botella, obligado regalo de la empresa.  Aquella refrescante imagen, que me obligó a pensar en el comienzo de nuestro viaje hasta la costa. Ese inexorable logo donde volvió a aparecer la extraña luz que me perseguía desde que asomó la claridad del día.

A la cinco y cinco, con mi cartera repleta de informes para estudiar, pero en la tranquilidad de una hamaca de playa. Cuando abrí la puerta metálica de mi oficina pensando aún en aquellos maravillosos besos de mis hijos. Para tropezarme con Sergio una vez más, la enésima de aquel día. Dónde me informó, con su sonriente cara de comadreja, que debía quedarme a hacer horas extras hasta que llamaran los suizos. Hasta que nuestros anhelados y esquivos clientes decidieran abrir videoconferencia para dar el VºBº al proyecto al que dediqué mis necesitadas penúltimas horas de sueño antes de partir hacia nuestro hotel habitual.

Ahí llegó la señal definitiva. La que abrió mis ojos a entender lo que me intentaba mostrar aquella extraña luz.

Comenzó como un hormigueo en mis pies, viéndome entre una manada de caballos salvajes desbocados, plantado ante ellos, con un pie delante y el otro firmemente apoyado detrás para parar su alocada carrera, al ver trasladarse el minúsculo rayo de luz hasta iluminar la cara de mi jefe, haciéndole arrugar el gesto hasta poner la mano delante del rostro para poder verme. Con esa mueca habitual de no querer escuchar lo que presuponía una respuesta afirmativa. Hasta que, en mi mente pasó la nube de polvo que dejó la estampida de los caballos, que en el último momento esquivaron mi presencia, mi impertérrita presencia, para decir: -Hoy no, mi hija hace su “Lago de los Cisnes”-  y cerrar tras de mi la puerta de mi oficina, dejando dentro a mi jefe con una expresión que me hubiera gustado poder ver.


Me sentí como esos pobres desgraciados que creen ver el rostro de la virgen en los abstractos dibujos de los azulejos de su cuarto de baño, mientras mi cuerpo temblaba como nunca antes lo hizo. El temblor de mis manos, expuestas ante mí, me advirtieron que esa sería la primera revelación de mi vida, y ya no volví a ver más la señal que me guió hasta ese momento. El momento de “Mi primera revelación”

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