“Ayer
tuve una revelación”. Comenzó, como empiezan estas cosas, sutilmente.
Abriéndose paso sin alardes, sin desmanes ni malabares. No soy de los que creen
en esas cuestiones, pero cuando algo se te planta delante sin dejarte que
puedas esquivarlo, es imposible negarlo. Toda mi vida me he definido como
agnóstico. No creyente en medias
verdades que sólo quedan pendientes a la valoración de tu capacidad de fe.
Dicho
esto, las señales que empezaron de buena mañana, no las pude eludir. Eran tan
reales, como las manos temblorosas que tengo ante mí. Era imposible no fijarse
en como aquel rayo de sol se abrió paso por entre las plomizas nubes que
despedían la noche, anunciando un frío día. Esquivando las hojas y ramas del
viejo cedro hasta atravesar los círculos ociosos y vacíos de la cortina de la cocina, hasta iluminar, única y
exclusivamente, mi taza de café matutina, evitando el sándwich de choped, el
depósito dosificador del azúcar, las magdalenas o las gafas de sol, tan innecesarias
ayer. Parecía un foco que buscase al protagonista de la escena, de esa escena
en la que yo era su único espectador.
Karla
no se percató de lo que yo estaba asumiendo, aquello que entendí que intentaba
decirme algo. Esa fue la primera señal.
Aquel
rayo de sol parecía perseguirme mientras llevaba a la guardería a los niños.
Tras despedirme de Karla, sin comentarle nada más que la confirmada hora en que
nos veríamos por la tarde, recorrí los ocho kilómetros que nos separaban del
cole, observando como aquel extraño rayo de luz se posaba sobre la falda de
Carlota, jugueteando entre sus zapatitos y su mochila “Hello Kitty “.
La
segunda señal la reconocí al instante. Cómo no darme cuenta de ello. Cómo
puedes dispensar el enorme beso de despedida de tus hijos al dejarlos al pie de
la entrada de la escuela infantil. Ese beso estampado, moviendo la cabeza de
lado a lado para imprimir un énfasis que sólo los niños pueden provocar,
acompañado de un espontáneo abrazo interminable. Cómo para no darse cuenta de
ello un lunes por la mañana. Dejándome, irremediablemente, absorto mientras se
dirigían a la entrada principal, mientras eran perseguidos por aquella extraña
irradiación que parecía ya parte de nuestras vidas.
Y
lo seguía observando, en el ya vacío asiento del copiloto, mientras me dirigía
al trabajo. Al llegar allí, se me mostró la tercera señal. Esta vez inmensa,
tanto, como el espacio de mi aparcamiento reservado en el parking de la empresa
donde trabajo. El mismo parking que, irremediable y descaradamente, siempre estaba ocupado por el
coche de Sergio, mi jefe directo. Ahora, el único que estaba iluminado y sólo
para mí. Un lunes.
El
día fue duro, casi tanto como la noche anterior para acabar el proyecto que
tranquilizara a nuestro director después de meter la pata con los suizos.
Agobiante, angustioso. Lo único que evitaba caerme rendido sobre mi escritorio,
era pensar que al día siguiente comenzaban las vacaciones. Ese treinta y uno de
julio tan especial, doblemente hoy.
Así
de agotado acometí las ocho horas de trabajo, hasta las cinco de la tarde.
Cuando por fin, la sonrisa regresó a mi rostro al mirar de reojo el
personalizado reloj de mi despacho. Aquel reloj en forma de botella, obligado
regalo de la empresa. Aquella
refrescante imagen, que me obligó a pensar en el comienzo de nuestro viaje
hasta la costa. Ese inexorable logo donde volvió a aparecer la extraña luz que
me perseguía desde que asomó la claridad del día.
A
la cinco y cinco, con mi cartera repleta de informes para estudiar, pero en la
tranquilidad de una hamaca de playa. Cuando abrí la puerta metálica de mi
oficina pensando aún en aquellos maravillosos besos de mis hijos. Para
tropezarme con Sergio una vez más, la enésima de aquel día. Dónde me informó,
con su sonriente cara de comadreja, que debía quedarme a hacer horas extras
hasta que llamaran los suizos. Hasta que nuestros anhelados y esquivos clientes
decidieran abrir videoconferencia para dar el VºBº al proyecto al que dediqué
mis necesitadas penúltimas horas de sueño antes de partir hacia nuestro hotel
habitual.
Ahí
llegó la señal definitiva. La que abrió mis ojos a entender lo que me intentaba
mostrar aquella extraña luz.
Comenzó
como un hormigueo en mis pies, viéndome entre una manada de caballos salvajes
desbocados, plantado ante ellos, con un pie delante y el otro firmemente
apoyado detrás para parar su alocada carrera, al ver trasladarse el minúsculo
rayo de luz hasta iluminar la cara de mi jefe, haciéndole arrugar el gesto
hasta poner la mano delante del rostro para poder verme. Con esa mueca habitual
de no querer escuchar lo que presuponía una respuesta afirmativa. Hasta que, en
mi mente pasó la nube de polvo que dejó la estampida de los caballos, que en el
último momento esquivaron mi presencia, mi impertérrita presencia, para decir: -Hoy
no, mi hija hace su “Lago de los Cisnes”-
y cerrar tras de mi la puerta de mi oficina, dejando dentro a mi jefe
con una expresión que me hubiera gustado poder ver.
Me
sentí como esos pobres desgraciados que creen ver el rostro de la virgen en los
abstractos dibujos de los azulejos de su cuarto de baño, mientras mi cuerpo
temblaba como nunca antes lo hizo. El temblor de mis manos, expuestas ante mí,
me advirtieron que esa sería la primera revelación de mi vida, y ya no volví a
ver más la señal que me guió hasta ese momento. El momento de “Mi primera
revelación”
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