C A P Í T U L O - Nº 3
Quien no
conociera al viejo John Dee no sabía que le gustaba parlotear como una cotorra
y que en el único lugar donde no escupía frases sin ton ni son era desde lo
alto de su pequeño camión cisterna cuando regaba los terrenos de su
recientemente adquirida plantación de cereales y donde disfrutaba de su pequeña
pasión, la música clásica. Era su primera temporada y estaba verdaderamente
ilusionado. Desde su flamante retiro no cejó hasta conseguir la parcela que
quería, una bella explanada con una ligera pendiente final hacia el sur.
La
propiedad incluía casa, adosado para invitados, garaje, granero, caballerizas y
un coqueto bunker a trescientos metros de la vivienda principal. Las primeras
horas del día, y después de atender a los pocos animales que le habían endosado
en el contrato de compra, las dedicaba a repartir agua a su niña, como a él le
gustaba llamarla. Su trozo de terreno dorado donde ya los brotes tenían una
considerable altura.
Quien no
conociera al viejo John Dee no sabía que le gustaba jugar al ajedrez y que
nadie sabía cómo podía mantenerse callado durante las largas partidas. Que en
el último torneo comarcal de aficionados, sus amigos, a punto estuvieron de
apostar cuánto podría aguantar, y aunque jugaba verdaderamente bien, la
atención de sus conocidos siempre se centraba en lo que pudiera permanecer sin
soltar alguna de sus frases más célebres. Jefe del equipo comarcal y promotor
de los muchos pequeños torneos para principiantes que se celebraban en todos
los institutos de la zona, se implicaba verdaderamente con su comunidad cuando
la ocasión lo merecía.
Quien no
conociera al viejo John Dee no sabía que su única nieta era lo que más quería
en el mundo, que desde la muerte de su esposa, diez años atrás, no había
ninguna persona en la tierra que le produjera más júbilo que aquella pequeña,
rubia, preguntona, alegre, y cariñosa criatura de cuatro años de edad. Que si
faltase a alguno de los torneos que él mismo organizaba sería por aquel encanto
de ángel a la que entrenaba para ser la nueva Nana Alexandría y cuyo nombre
compartía en su honor.
Y quien
conociera bien al viejo John Dee, no podría imaginar nunca la barbaridad que
había cometido sesenta y tres años antes y tampoco cuántas veces se había
arrepentido de ello, “quizás tantas como días habían transcurrido desde
entonces”.
Y muchos
de esos días no conseguía dormir, se acordaba de lo que le habían hecho a
aquellos seis muchachos aquel mes de septiembre y no lograba conciliar el
sueño. “El remordimiento es un sentimiento indómito, florece sin regarlo y vive
sin cuidarlo”,- leyó una vez en un libro del que ya no recordaba su nombre -.
No podía borrar esa mancha de su pasado y en su última etapa de vida le
reconcomía con más fuerza aún. Además, después de enterarse de que cuatro de
los participantes en aquellos hechos habían fallecido recientemente, todo
comenzó a brotar en su memoria día tras día. Los detalles se dispersaban en su
cabeza pero el resultado no había variado un ápice. Siempre la misma escena, siempre
los mismos rostros, sin nombres, pero rostros nítidos aún después de tantos
años.
Dos días
atrás, habiendo pasado casi tres sin pegar ojo, descolgó el teléfono para
llamar a sus amigos Tacker y Tom, quienes veintiocho años atrás lo encontraron
por medio del departamento de comunicación del ejercito al enterarse de que
venía repatriado desde el Vietnam después de haber sido herido en la parte
izquierda de su cuerpo, en el que también sufrió una severa lesión en el oído
interno. De aquella herida ya sólo le quedaba una profunda sordera y una
cicatriz de sesenta centímetros en el costado, gracias a la cual le había
quedado una fabulosa pensión con la que financió el sueño de su vida.
Desde
hacía quince se reunían una vez cada año. Éste le tocaba en su casa y estaba
acondicionando el bunker para ello, le parecía el mejor lugar para que unos
viejos fusiles de asalto retirados de la circulación, como de forma divertida
se llamaban entre ellos, pasaran unos días rememorando sus viejas batallas y
haciendo terapia de grupo sobre su más que reprochable actuación en el verano
de 1945. Le enojaba de manera especial que Del Rio no reconociera lo erróneo de
su conducta después de catorce reuniones mantenidas y que además fuese en aumento
sus motivaciones para justificar un hecho injustificable definitivamente. Los
años transcurridos y las batallas posteriores le cambiaron la forma de ver al
enemigo, cada vez más amigo por el sufrimiento común, por el desgaste físico
pero principalmente por el psíquico al que son sometidos los combatientes en
acción. “Lo que en un principio es orgullo y coraza se convierte con el tiempo
en coraje y conciencia”.
El hecho
de matar a dieciocho personas en las distintas batallas que viviera en su
carrera militar no le produjo nunca el sentimiento que por el contrario revivía
noche tras noche por lo ocurrido con aquellos seis jóvenes japoneses inocentes.
Sólo se
pudo enterar del nombre de uno de ellos, que en un principio creía era Shio pero
muchos años después con la introducción de los ordenadores personales e
Internet en casi todos los hogares se preocupó de buscarlo encontrando el
nombre de Kio Shimoshi, muerto de un infarto el día 1 de septiembre de 1945 en
el USS Missouri, el día anterior a la gloriosamente humillante firma de
rendición por parte del ejército imperial japonés. Todo con el tiempo se ve de
manera distinta, lo que en un principio fue alegría desbordada ahora, tras seis
décadas, se había convertido en una amarga y profunda pena por participar en
aquello.
Ya con su
edad ninguna batalla ganada le satisfacía. Ni Irak, ni Afganistán. No entendía
qué hacía el ejército Americano en esos lugares tan alejados, sabía
perfectamente que era por seguir con la rueda de la industria armamentística,
pero ya ni eso les debería de valer. Esperaba con toda su alma que si saliera
elegida la propuesta del nuevo congresista pondría orden en todo este caos.
Tres días
antes les había invitado a disfrutar de una velada de música en el Singletary
Concert Hall. Quería haberlo hecho varios años atrás pero nunca surgió el
momento, cercanos a su reunión anual tenía que hablar con ellos cara a cara.
Ciento
veinte kilómetros separaban su plantación de la ciudad de Lexington donde ésta
noche oirían a la Lexington Philharmonic con Mysha Maisky al cello. Los tres
llegaron casi a la vez, justo para saludarse eufóricamente y con rapidez entrar
al concierto. A la salida sus caras no demostrarían el buen ambiente del
principio.
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