martes, 1 de julio de 2014

Las fotos del cajón (relato corto)

He asistido a centenares de actos homenajes como el que me ofrece esta noche la Facultad de Periodismo de Chicago, para saber como comenzar el mío de esta noche. ¿Pero a qué familia, mujer e hijos, voy a agradecer acompañarme en esta velada tan agradable?. ¿Qué mujer hubiera aguantado la soledad de una casa que no pisé durante los treinta años de mis interminables viajes por todo el mundo. Ninguna. Aunque alguna candidata hubo, no tuve el valor de hacerle ese feo. Por eso me presento ante ustedes esta noche sólo en éste magnífico escenario. Sólo, aunque espero, rodeado de amigos.

Sé, que se preguntarán el por qué de mi extraña indumentaria. He querido hacer mi propio homenaje a aquellos reporteros, que como yo, comenzaron esta andadura henchidos de esperanzas y las máximas ganas de contar y hacer llegar a todos los hogares, las miles de noticias que se producirían a diario en cualquier rincón de nuestro país.

Con un traje parecido a éste, me presenté ante Norman Randolf. Uno de los más reconocidos editores de los cincuenta. Director de innumerables periódicos a lo largo de los Estados Unidos.

Con una pajarita azul, parecida a la que llevo hoy y mi cara de pardillo ingenuo, entré en su apolillado despacho para escuchar las primeras palabras que me dirigió aquel hombretón, de voz cavernosa y recio mostacho, mi primer día como periodista: “¿Quién coño eres tú? no quiero nada de lo que vendas, largo”. Así fui recibido por el indomable personaje que me ofreció la oportunidad de dedicarme a lo que tanto anhelaba cuando repartía la prensa diaria de mi comunidad, allá en Connecticut, mientras esperaba leer la noticia que todos necesitaban escuchar. “La del final de la Segunda Guerra Mundial”.

Mis primeros trabajos fueron los que nadie quería cubrir, los que me demostraron que las noticias no son reales hasta que aparecen impresas en la página de cualquier periódico. Fueron años de duro aprendizaje, de largos y agotadores viajes por carreteras secundarias y  cochambrosas vías de trenes, para  encontrar a los personajes y las historias que rellenaban mi columna en la penúltima página de “The Sun”

Ahora, y sólo ahora, puedo reconocer que fueron los mejores años y las mejores historias, que el viejo Randolf encumbraba o liquidaba con sus rebuscados titulares. Esos mismos titulares, que hacían vender más periódicos por ellos mismos que por los realistas artículos bajo ellos

A lo largo de mi carrera, he estado, en varias ocasiones, a las puertas de la muerte, pero, extrañamente, nunca se originaron en los lugares más peligrosos, esos que ni tu expuesto carnet de periodista sirve de parapeto cuando eres observado a través de la mirilla del fusil de un, motivado, asustado o colérico soldado enemigo. Estuve más cerca de la muerte cubriendo la obligada integración racial en el viejo Mississippi, que en las intrincadas selvas del denostado Vietnam. Gracias a Jou Moran, el que ahora mismo estará, en la última fila de este patio de butacas, intentando esconderse tras sus enormes manos, pude esquivar la enorme piedra que había dirigido hacia mí, aquel cobarde encapuchado, hijo y nieto, seguramente, del odio hacía los afroamericanos que George Washington liberó de la esclavitud sin erradicar, en los corazones de los esclavistas, su rechazo a la convivencia.

El ha sido quien me ha dado los mejores consejos de mi carrera, que yo, he obviado tantas veces como lo haré esta noche. ¡Lo siento Jou!, ya me conoces.

He charlado con tantas personas sobre un mismo tema, que he llegado a la conclusión de que cada uno tiene su parte de razón. Sí algún fotógrafo, como mi amigo y compañero Jou Moran, me dice que las mejores fotos que ha hecho en su vida son del sol, por las bellas alboradas que crea, arropada de suaves o vívidos tonos. O los maravillosos atardeceres que lleva fotografiando desde un mismo enclave durante años, para extasiarse al comprobar que cada uno de ellos es más hermoso que el anterior. Podría informarle de lo que piensa un astrofísico de la Nasa, cuando recalca que el sol sólo intenta aniquilarnos días tras día, emitiendo fotones radiactivos a la velocidad de la luz contra nuestro planeta desde el inicio de los tiempos. He leído ha diario, en estos últimos años, ingentes artículos sobre nuestro derecho a cuidar la ecología, de la necesidad de conservar nuestro frágil entorno, de comer sano, de hacer deporte, sabiendo que esos mismos ecologistas conocen el inminente peligro que, irremediablemente, sufrirán nuestros mares más importantes, después de pasar los últimos sesenta y cinco años, las toneladas de bombas, excedentes de la Segunda Guerra Mundial, que los aliados tuvieron la inefable idea de arrojar a sus fondos marinos, y que estarán a punto de corromper sus carcasas, liberando sus mortales y nocivos contenidos. ¿Podré darles a todos su parte de razón?

De toda esta vida de increíbles viajes, excitantes experiencias e inolvidables conversaciones, también he sacado mis pequeñas conclusiones. Las que la edad valora por cercanía y sencillez.

Sí tuviera que quedarme con una noticia, una sola, de las miles que he escrito a lo largo de mi carrera, me quedaría con la que protagonizó Mike Pibodie cuando apenas tenía diecisiete años, y que termino guardada en un cajón, como otras tantas buenas historias. Ahora me acabo de acordar de esos cajones llenos de fotos comprometidas, absurdas e incluso abominables, que los distintos periódicos guardan como un preciado tesoro hasta el día en que sean útiles para sus fines. Hay más material pornográfico de honorables jueces, políticos y grandes empresarios, guardadas en esos cajones, que en los archivadores de la revista Playboy, esperando ver la luz y hacer más ricos a los dueños de los prestigiosos periódicos de nuestro país.

Retomando la historia del granjero Pibodie, permítanme llevar mi mano hasta el bolsillo de mi vieja chaqueta, para palpar la extraña piedra por la que pujé, la misma de la que sus herederos quisieron librarse cuanto antes, tras su muerte, para contarles su historia. Esa que el huraño Randolf desechó, guardándola en un olvidado cajón: Era noche cerrada, cuando el joven Mike Pibodie, escucho un infernal ruido alejarse hasta una colina cercana a su pequeña granja de Minnesota. A ningún miembro de su familia pareció despertar aquel ruido que para el fue ineludible a aquellas altas horas. La curiosidad pudo más que la razón, esa que le repetía que esas luces de detrás de la colina no debían estar allí. Al llegar al lugar donde cientos de luces centelleaban hacia todos lados, encontró unos diminutos seres, que él me describió como adorables niños perdidos. De ese primer encuentro del que recordaba apenas hasta ese momento, le sucedieron otros tres. Nadie le creyó por más que blandía la extraña piedra que le habían regalado. Frustrado por el rechazo de su familia y por la confiscación de la noticia por parte del viejo Randolf, se marchó de su pueblo para asentarse a seiscientos kilómetros de lo que había sido su hogar hasta entonces. La plantación que fundó en solitario, ha sido la más exitosa de Melkitson, hasta su muerte hace varios meses atrás.

No estoy suscrito a ninguno de los grandes periódicos de Norteamerica, sólo recibo algunos de pequeños pueblecitos en los que las historias se cuentan con un mimo perdido ya en las grandes ciudades. En uno de esos periódicos, encontré hace un año la historia de Mary Collins. No me podía creer estar leyendo el mismo relato que me contara, bajo el porche de su preciosa casa junto a la foto de su difunta mujer, aquel viejo granjero. Las mismas luces, los mismos rostros adorables y la misma piedra, relato que dormitaba en algún cajón de algún almacén olvidado en Connecticut . Mary quiere ser periodista, ¿saben?, seguro que será una de las mejores.

Y por eso me hice con esta piedra que ahora palpo cerca de mi corazón, donde he puesto todas mis esperanzas de recuperarme del  cáncer de pulmón que me diagnosticaron hace nueve meses. Ahora Jou debe de estar moviendo su enorme cabezota recordando el consejo que me dio antes de subir aquí, pero ahora ya es tarde. Este viejo ha decidido. Y nadie guardará mi historia en un cajón.

Me gustaría terminar diciéndoles que me encantaría escribir el artículo, que saldrá mañana, de este homenaje, en la página menos interesante del periódico donde he publicado mi columna diaria en los últimos diez años. Incluso les podría decir el titular que escribirá un pardillo ingenuo, como lo era yo a los diecisiete años: “el prestigioso columnista Michale Nobel, ilustre ganador de tres premios Pulitzer, tiene CÁNCER de pulmón”, junto a alguna foto antigua, con un traje parecido al que llevo hoy, y otra del vejestorio que les agradece este sincero trato que me han dispensado hoy. Gracias y Buenas noches a todos.




No hay comentarios:

Publicar un comentario